miércoles, 19 de octubre de 2016

Volver (De cómo se viaja al pasado en una noche)

 “Lo mejor que conocimos separó nuestros destinos, que hoy nos vuelven a reunir. Tal vez, si tú y yo queremos, volveremos a sentir, aquella vieja entrega”. Presuntos Implicados

Se crea el grupo de WhatsApp, se convoca a reunión, se fija fecha, cuota, lugar. Los compañeros del colegio, ese grupo de aproximadamente cien personas que comparte contigo la misma fecha de graduación y el mismo nombre del colegio en el cartón de Bachiller, se quieren reunir, al fin, después de 26 años de graduados y nueve desde el último reencuentro. Y la cínica ilustrada, la tímida superada, la observadora mordaz y un poco misántropa que vive en una se hace miles de preguntas: ¿Para qué ha de uno juntarse con esos prójimos extraños? ¿Para qué desempolvar unos lazos que por algo están allá, en el rincón de los recuerdos a los que no se accede todos los días? ¿Por qué asistir a la constatación de que el tiempo pasa la la la? (¿Lo leyó cantando? Usted es de los míos, si no, aquí el link, de nada).

Porque somos sentimentales, ¿es por eso?

¿Porque somos curiosos, estamos aburridos, queremos atisbar por una ventana a la juventud que sentimos, de a poco, lejana, acaso porque queremos exhibirnos y compararnos?

Las preguntas y las resistencias iniciales empiezan a disiparse cuando el antes mencionado grupo va siendo el escenario de una calidez inédita, de un entusiasmo renovado, de las bromas que no suenan caducas sino totalmente actuales (llamar al compañero con los dos nombres como le decía el vicerrector, por ejemplo).

Pasar seis, doce, trece años compartiendo buena parte de todos tus días con un grupo de personas crea lazos, afinidades, anécdotas. La cuidadosa decisión de los padres de inscribirte en tal o cual colegio te proporciona relaciones, contactos, amistades eternas pero también la identificación con un lugar, digamos, el patio de los almendros, y un momento en la historia de ese lugar, por ejemplo, ser la promoción de los 20 años que hizo una canción sobre eso con la música de “We’re not gonna take it”. (Every pun very much intended). Eso, y el deshonroso título de la primera promoción en perder en las dos campañas de reina, ¡las dos!!  

La anécdota, sin embargo, no alcanza para encender del todo la decisión de ir. Entonces, en medio de la conversación grupal, la coordinación del evento, las amigas empiezan a escribirte directamente y comentan algo de ahora pero también del pasado, algo del tipo “tú siempre fuiste tal o cual cosa”, “te veo igual que entonces”, “qué gusto que tu vida vaya así” y entonces te llega ese sí y su por qué.

Uno se reúne con la gente del pasado (llámese colegio, escuela, universidad, trabajos) porque en ellos están las claves de quienes fuimos y somos en esencia. Nos conocen del “ANTES”: compañeros de la era de los descubrimientos y las pequeñas grandes lecciones. Nos vienen viendo crecer a la par que ellos con los respectivos cambios en los cuerpos, colores de pelo, peinados (¡Diosito, los peinados ochenteros!), deportes, vocaciones; estaban ahí en nuestros primeros bailes, besos, corazones rotos, chupas, ridículos. Nos vieron nuevos, puros, inocentes, cuando la vida aún no nos había obligado a crecer con dolor, cuando aún no habíamos conocido esa cascada de amor incondicional que es tener hijos, cuando la vida no nos había mostrado su lado feroz, solitario, desalmado.

Llega el día y te encuentras con un ambiente de complicidad, intimidad, cariño genuino que no conociste en aquellos años o que estaba velado por los grupos y los prejuicios. El abrazo y la sonrisa se sienten sinceros y, al circular, en cada pequeño grupo hay una identificación, una honestidad que se puede palpar, que se agradece. Te sientas con alguien y la confidencia fluye, la solidaridad con un momento de tristeza, de lucha, de logro, se hace presente. Se te rompe el corazón y se te repara muchas veces en cuestión de horas. Horas algo ligeras, casi mágicas. Hay música pero nadie baila, todos conversan, intercambian fotos de hijos, relatos de vida, piropos, apoyo. Se habla menos del pasado y más del ahora. Somos adultos, hemos cambiado, ciertamente, pero nos reconocemos, nos reencontramos.

De repente, sin darte cuenta, has entrado en un estado de ágape, de comunidad, de tribu. Puede que sea fugaz pero ha estado ahí, lo has vivido, no te lo han contado. Gracias, gracias, gracias. Que se mantenga y se repita, cuando las condiciones se den de manera tan auténtica y maravillosa como fue aquel sábado feliz en que nos miramos en un espejo y nos vimos hermosos, fuertes, unidos. Jóvenes por siempre.

martes, 16 de febrero de 2016

La Voz

El arte escénico a veces imita la vida tan fielmente que te sientas frente a un espejo de tu vida tan tremendamente real que te hace revivir momentos y remueve emociones que, lejos de haber sido olvidadas o superadas, regresan con otro filtro y te dan de golpe, una nueva mirada a eso que viviste, digamos, trece años atrás.

El capítulo “The sound of Silence” de Grey’s Anatomy (que salió al aire el jueves pasado y recién pude ver esta mañana), muestra la perspectiva de Meredith Grey después de haber sufrido el ataque brutal de un paciente que la deja con varios huesos rotos, sorda y sin poder hablar a causa de la rotura de su mandíbula y las secuelas de una traqueotomía de emergencia. Vemos el evento al inicio y luego vemos casi todo el tiempo la experiencia del silencio en el que está sumida: la desorientación y los flashes de conciencia del post operatorio, luego estar despierta y no poder oír ni hablar y, por último, poder oír pero no poder hablar y expresar su ira y su dolor físico y emocional. Es una convalecencia larga y compleja, complicada por conflictos personales pero sobre todo, por el silencio.

Ver a Ellen Pompeo retratar la impotencia de quien no puede hacer que se escuche su voz –una gran actuación en la que se supone será su último año interpretando a la protagonista de esta larga serie- me golpeó muy cerca. Directo en el duelo, en la vivencia de la de enfermedad de mi mami en que estuvo, ella también, sumida en el silencio. El 6 de diciembre de 2002, Teresa Bravo, mi madre, tuvo un bloqueo respiratorio que obligó a que le realicen una traqueotomía de emergencia y que llevó al diagnóstico de un cáncer de laringe, que más de un año después la llevó a la muerte a sus 53 años, el 27 de enero de 2004.

En Grey, vi a Teresa: en los gestos de ira por no poderse hacer entender, en las miradas y las manos que hablan, en los golpes en la mesa, en la impotencia de la incomunicación. La reflexión del episodio es que tenemos una voz y debemos usarla, romper el silencio. Tere tuvo una gran voz, una voz potente que llenaba salones inmensos atestados de alumnas. Su voz era su principal instrumento de trabajo: era maestra de Química, Biología y Ciencias Naturales y ese trabajo, a veces muy sacrificado, nos dio una casa, mis estudios, algunos viajes; pero sobre todo a ella le daba una identidad fuerte, de autoridad. Amaba tanto lo que hacía, amaba tanto a sus alumnas, se regocijaba en sus logros: en las chicas de colegio fiscal que entraban a la universidad que ellas quisieran solo con el examen de ingreso en sus materias; las doctoras, químicas, mujeres de ciencia que llegaban lejos y que había sido inspiradas por su pasión y su incesante curiosidad.

Sin embargo, en su vida, su voz no era tomada en cuenta. Su voluntad estuvo siempre sometida a la voluntad de su madre, mi abuela, y condicionada por su inmenso amor por mí y las renuncias que tuvo que hacer para que yo, su hija única de un amor fugaz pero profundo, tuviera mejores oportunidades que ella y pudiera crecer libre para hacer lo que yo quisiera.

Perder la voz fue una metáfora cruel de la enfermedad, ¿quizá nunca tuvo voz para decir lo que quería sin temer la crítica y la desaprobación que recibía día tras día? En ese año de despedida, hablamos mucho, aunque es una forma de decir: yo hablaba y ella escribía. Escribía todo, o casi todo, porque desarrollamos un lenguaje de señas, nos entendíamos con una mirada, un gesto de la mano, un movimiento de los ojos. Pero también me escribió cartas donde me contó su vida, más bien, su versión de su vida, su vivencia, sus emociones y sentimientos. Esos que calló pero que sabía que no debía reprimir nunca más, no solo porque podía estarse quedando sin tiempo para dejarme su testimonio sino porque quería, necesitaba ser entendida, valorada, escuchada.

Era una mujer que hablaba todo el tiempo, no sólo por su trabajo. Era la típica que entablaba conversación en la fila del banco, la caja del súper, el pasillo de la tienda, para obvia vergüenza mía. Hablaba de todo, conocía de todo, compartía de todo; pero hablaba de cosas neutras: datos informativos, curiosidades y trivia, tips, eventos. No emociones, frustraciones, deseos, sueños, planes. Su vida estaba pensada para un después: un momento en que no tenga que hacerse cargo de su madre y fuera libre de ir y venir, hacer y obrar, a su gusto y conveniencia. Guardaba cosas para ese día: la vajilla y la cubertería “para cuando pueda invitar en paz a mis amigas”, la ropa “para cuando pueda viajar”, “salir a una cita” y un largo etcétera de pequeños detalles y cachivaches que yo ahora disfruto cada vez que quiero, porque tengo clarísimo que la vida es Ahora.

Meredith llora de la desesperación en su cuarto de hospital, su mejor amigo la encuentra y la acompaña, la deja desahogarse y le hace una broma que la calma. Yo no estuve en ese momento con mi mami, no la vi en ese llanto, porque el hábito de llorar a solas y sin molestar seguro fue mucho más fuerte. Pero estoy segura que lo tuvo, que lloró por muchas cosas: la impotencia, el dolor físico, la incomodidad de tener ese tubo rígido atascado en el cuello, los avances del cáncer, reconocer finalmente la cercanía de la muerte y saber que tenía una nieta que cumplió un año mientras ella se moría y que solo alcanzó a ver dar sus primeros pasos.

Entendí hoy que por eso respeté sus decisiones médicas y la respaldé hasta el final. Yo si quería que se operara y sacaran todo eso que no la dejaba respirar, incluso a costa de saber que perdería del todo su potente, maravillosa voz, esa que me enseñó a cantar, cantar siempre y en todos lados. Pero ella escogió un tratamiento que a la larga fue inútil e insuficiente, ella quiso defender su garganta y ejerció así, la última voluntad: la de qué hacer con el cuerpo cuando nos está fallando. Ella tuvo una voz acerca de uno de los momento más importante de la vida: la Muerte. Hablamos de eso sin miedo, hablamos de qué hacer con sus cosas, qué ropa quería que le pusieran, dispuso muchas cosas pequeñas y grandes y llegamos a bromear del tema. Yo le pedía que se quedara y ella me decía que no, que se quería ir ya. Y así fue.

El lenguaje de los gestos también comunica informaciones que el sonido no logra comunicar de la misma manera: un abrazo puede decir mucho más que una palabra. En esos días finales, ella me puso su mano flaquísima en el centro de mi pecho, mientras nos mirábamos a los ojos, y me pasó en un momento sin tiempo toda la reserva de amor que tenía para mí y que conservo por el resto de mis días. Hay días, como hoy, en que siento el recuerdo físico del calor de su mano y pongo la mía ahí para recargarme de la Paz y el Perdón y la Claridad que ella logró durante su proceso de sanación. Porque si, no sanó su cuerpo pero sanó su vida entera y con eso me sanó a mí y a toda mi línea familiar que de una manera u otra, fue tocaba por su vida y por su muerte.

¿Cómo uso yo mi voz? ¿Cómo enseño/permito/facilito que mis hijas/marido/amigas/amigos usen la suya? Romper el silencio implica no solo hablar de los dolores, abusos, soledades. Eso hay que hacerlo, siempre, en todas las circunstancias que opriman nuestra voluntad. Es importante, necesario, urgente, a mucha gente le cuesta la vida, la enfermedad, el peso de la injusticia. Pero también se debe romper el silencio para hacerse preguntas incómodas, para expresar verdades no dichas, para explorar quiénes somos y quiénes queremos ser y manifestar emociones en acciones, pensamientos en obras, razones en luchas. Ya sea que se trate de una lucha política, ahora que el momento mundial y nacional nos compele a hacerlo, o de luchas personales, como la identidad y la vocación, el deseo de crear, la dificultad de criar a los hijos, la búsqueda sincera del amor que a veces toma caminos tortuosos.

Tenemos una voz y hay en algún lugar alguien que necesita escucharla, que la valora, que la valida. Mi madre renunció a la suya y se jugó en eso la vida. Pero aquí estoy yo, para seguirla escuchando y seguir encontrando sentido al absurdo de que no esté, hoy, aquí, y se esté perdiendo tantas cosas fantásticas que ella hubiera disfrutado más que nadie, que hubiéramos gozado juntas. Aquí estoy yo, para seguir llevando el recuerdo de su voz y el valor de su vida hacia el futuro.