Me fascinan los rituales, esas convenciones vacías de sentido que pueblan los eventos que incluyen programa, orden del día, discursos de presentación, exaltación y agradecimiento, ah, y el infaltable momento artístico. El sábado anterior presencié, divertidísima, la ¿cómo se dice? ¿Presentación? ¿Nombramiento? ¿Proclamación? de mi tía abuela, doña R., como Madre Símbolo de la sede social de los bolivarenses Y de la asociación de santiagueños residentes en Guayaquil. Santiagueños porque nacieron en Santiago, provincia de Bolívar, Ecuador, nada que ver con la capital del Sur.
El salón es de una estética extraña, ubicado en el primer piso de una edificación un tanto amorfa de una ciudadela del norte. El techo es de doble alto para albergar un mezanine, acaso la idea de una sala vip o un privado, o, como dijo Pelo, la ubicación ideal para que una novia lance el ramo.
Llegamos tarde, muy informales para los caballeros de terno y las damas de traje de noche, y encontramos a la familia en pleno ya acomodada. Son muchos parientes que saludar y le dedicamos su momento a cada uno. Sabemos que no habrá luego ocasión de conversar o compartir. Estaremos presentes en el acto solemne y huiremos inmediatamente después.
La tía R. está elegante con un sencillo vestido negro, discretos collar y aretes. Ella es una mujer que perdió su feminidad en el camino de la vida, aunque no ha perdido su sentido protector, ese que la lleva a ser la primera en el lecho de todos los enfermos de la familia, con su experiencia de enfermera y su ánimo práctico que a todos nos calma y hace sentir seguros. Pero esta noche está hermosa, acaso con el rubor ese que da ser el inesperado y no deseado centro de la atención de la noche, y sin embargo, con esa actitud de digna aceptación de un honor.
Esta noche ella es la “Madre Símbolo”, ¿qué diablos es eso? ¿Qué necesidad hay de esa designación?
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Esta mañana, como casi todas, pienso en la patética experiencia de vergüenza y perdón que supone ser madre. Vergüenza con la madre propia por haberle hecho la vida de cuadritos, tal como, ahora se la hace a una esa adorable criatura de tres años y medio que pulula por todos los espacios de la vida. (TODOS). Perdón porque a cada paso hay que andarse perdonando a una misma los exabruptos que a ratos provoca esta relación tan intensa, tan agotadora, tan… maternal.
Pienso también en mis amigas, las que son madres, y cómo nos acompañamos en este camino de dudas, cansancio, descubrimientos y prueba de los propios valores, fortaleza y conocimientos. Ya sea que se trate de Rebecca que ha celebrado recién la primera comunión de su Nico y su Sebastián apenas ha comenzado la carrera escolar, o de la Nena batallando para que Miguel y Diego, aún bebés, se duerman de corrido toda la noche.
Casi todos los días tengo dos momentos: uno en el que adoro ser madre y otro en el que preferiría ser “la tía”, no esta suerte de bruja que tiene que poner límites, que canta todo el día el “no” como un mantra de fe, y arruinar la diversión de saltar en la cama o comerse todos los dulces o “por esta vez” no lavarnos los dientes. Sé que no estoy sola y por lo tanto, vuelvo a la compasión por nuestras madres que fueron “chicas” como nosotras y que seguramente habrán querido también hablar un rato por teléfono sin interrupciones, sentarse a ver una película sin estar trayendo agua y galletas y sin llevar a nadie al baño a hacer pipí.
En el mismo instante en que un espermatozoide consigue traspasar la membrana de un óvulo, muere en silencio algo trascendental: la libertad de la madre. No cambiamos nada por un beso pegajoso y un “te quiero mami”, tan solo nos da UNA nostalgia… No hace falta preguntarle a Karyna, que se queja porque su Bruno siempre se le sale de los esquemas, o a Adriana, que salta ante la menor oportunidad de salir de su casa, tras dos meses de flamante romance con el bebé Santiago.
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El programa de la Madre Símbolo Bolivarense lo tiene todo: la semblanza de la homenajeada, (leída como una sucesión de hechos y datos, sin emoción alguna, precisamente por un pariente cercano). El discurso inflamado de un veterano que horas mas tarde demostraría su soltura en la pista de baile para los pasodobles. (“La gramática de mi alma” es su frase destacada). Un poema que habla de la necesidad de dar amor a la madrecita “mientras aún estoy viva, no cuando me haya ido”.
Pero lo más surrealista, enloquecedor, desternillante son las presentaciones infantiles. Alguien me puede explicar, que yo no lo entiendo, qué mecanismos oscuros hacen que, en primer lugar, una madre enseñe a sus tres, si, tres, pequeños hijos a declamar como políticos de tarima, los viste de señores con terno y corbata o al menos chaqueta sport, y los lanza al ruedo y de paso llora con la dedicatoria de cada niño. Lo mejor fue el hijo menor que mascullaba una serie ininteligible de sílabas que casi siempre terminaban en un “mamá”.
También estuvieron las niñas cantantes, soy mala para las estimaciones de edad, pero digamos que la mayor tenía siete y la menor cinco. Vestidas de pantalón y top de jean, botas y sombrero vaquero. Las hermanitas Whatevah interpretaron para el respetable una canción y un baile. La canción era una ranchera en que la mayor desafinaba y la menor gritaba. El baile, y he aquí la explicación para el sombrero vaquero, fue de la novela Pasión de Gavilanes, un saltadito estilo square dance que el público acompañó ¡con las palmas! La princesa se esforzaba por alcanzar a ver esta destilada demostración del kitsch en su más alto grado de pureza. Algo vio, pero lo mejor fue la mirada que dirigió a las niñas, cuando caminaban de vuelta a los brazos de su orgullosa madre, en la que yo interpreté algo así como un “What the fuck???!!”.
La velada mejoró con la intervención de una abogada rubia oxigenada, que llevó diligente su pista al DJ en una funda de De Prati, que para qué, cantó bastante decente, no desafinó, no cambió las letras, no gritó. Se mandó esos clásicos de los días de las madrecitas: “algo se me fue contigo, madre”, y esa de “yo le pido a Dios rezando que mi mama no se mueraaaa”. Yo le pedía la mía que me lleve, en ese instante. O que al menos su fantasma viniera a sentarse conmigo para criticar y reírnos (como acostumbrábamos) de todo este circo gratuito. Y si algo se me fue contigo, madre, fue la cómplice ideal para esos preciados momentos en que hay que lanzarse el comentario irónico para no perder la cordura. Y aguantar la risa, por caridad, porque en ese salón había mucha gente que se lo estaba tomando en serio.
Al salir, vimos llegar los mariachis…