Inició como una broma, se convirtió en un experimento. A inicios de año, pasé un mes con el pelo pintado de rubio. No era un platinado Barbie, era apenas un amarillo coloradón, años de tinte rojo no se quitan así no más. Me quedo pelirroja, fracasé como rubia...
Me pinté el cabello pero no adopté las mañas, los gestos, las gracias de una rubia. No dejé de leer literatura, no me exhibí con escotes y minifaldas, no frecuenté los bares para exhibir mi dorada cabellera y mi bronceado. No adopté la actitud fashion, cándida, bobalicona. Ni siquiera me percaté si capté nuevas miradas.
No se confunda el lector, tampoco es que me luciera tan mal. El pelo más claro conjuga bien con mi piel blanca y mis ojos verdes. El hecho es que no me gustaba, por eso no interpreté el papel de corazón. Jamás quise ser rubia. Se me hacía tan común, tan de seguir el molde. Rechazo el estereotipo de Barbie, aunque admiro a Marilyn y a Madonna. Fue la propia miss Monroe, que no tenía un pelo de tonta, la que dijo: “Hay sólo una especie de rubios naturales en la tierra - albinos”. No me dan ni el carácter ni el interés para ser una “bimbo”: la rubia tonta, escultural, superficial, vanidosa, adorno de brazo, mujer trofeo. Además, seamos realistas, ¿cuántas doradas cabelleras habría si la L’oreal y afines quebraran?
Resultado del experimento: no pasó nada. No me volví una fría dama que mira el universo de la nariz para abajo y que se rehúsa a embarrarse con las minucias de este mundo en el que se suda, se grita, se peca, se cometen errores. Con mi moño a lo Eva Perón no me sentí un regalo de Dios para los mortales, ni me bajó el tono de voz al nivel del susurro orgásmico de Marilyn. El cabello dorado no me confirió, ni siquiera en la privacidad de mi alcoba, la categoría de diosa del sexo que se adjudicaron en su momento rubias míticas como Brigitte Bardot, Pamela Anderson, o las noviecitas de Heffner. No me fue concedida el aura refinada de una Grace Kelly o una Gwyneth Paltrow.
Lo cierto es que viví ese mes mirando extrañada a la imagen del espejo. El efecto que se consigue con alrededor de una hora de químicos que primero decoloran, es decir, retiran el color del cabello y luego tiñen no alcanza para programarla a una para la propia reacción. Al poco tiempo vinieron las horribles raíces, esas que gritan al público: “no soy natural y no tengo ni la plata ni el interés para repintarme este espacio oscuro”.
Curiosamente la que estaba fascinada fue la princesa, rubia natural invicta a sus tres años. Resultó cierto que los niños prestan atención a lo que una dice: a los pocos días de escucharme repetir “no me gusta ser rubia”, ella empezó a decir que no le gustaba el rubio. Cambio inmediato de estrategia: “¡mira que lindo, las dos somos rubias!”. Ya aprendió que el pelo puede cambiar de color con algo, que a su entender, no es más que un champú. Ya me pidió que vuelva a ser rubia. Lo lamento, pero ese es un deseo que no le voy a cumplir. ¡La rubia murió, viva la pelirroja!
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