El baño es el momento sensual por excelencia. El cuerpo desnudo, el agua tibia que cae sobre la piel agradecida, el olor y la textura del champú y el jabón. Es el momento para volver a ser un cuerpo, una piel, una mujer.
Pero, oh, he aquí que llega la niña, la hija, la adorable/fastidiosa criatura que abre la cortina por el lado de la ducha, y empieza con la preguntadera, la pedidera, la jodedera. “Quiero un…”, “¿Qué haces, mami?”. La perfección del momento, la paz, el equilibrio se rompen con la nota discordante de una cuerda rota. “Cierra eso que te vas a mojar”, “Andate a tu cuarto a pintar”… el tono es gentil, a pesar del fastidio, el tono trata de ser dulce, fingido, de acuerdo, pero es suave, amable. Se va por un instante.
¿Dónde estaba? Ah, claro, escribiendo un texto en mi mente, pensando en nada, sintiendo la conexión con el cuerpo que durante todo el día es instrumento y en este instante es objeto.
No dura. Ella vuelve a la carga, “mira lo que dibujé, es mi papi”, intento mirar a través de la parte transparente de la doble cortina, de verdad que miro bien el dibujo en lápiz: cabeza chiquitita, brazos largotes, cuerpo también alargado pero más grueso que los brazos. Me gusta, se lo digo y le sugiero, con la obvia intención de ganar tiempo, “ahora dibújate a ti”. (Traducción, sal de aquí el tiempo suficiente para que termine de bañarme). Desaparece de la cortina, pero se queda dentro del baño, decidió que es más corta la distancia y está haciendo el dibujo sugerido en el piso.
La magia se ha roto, no como un vaso que cae y se rompe en mil pedazos, más bien tiene una cuarteadura ligera, una rayita apenas. El placer va a ser reemplazado poco a poco por la incomodidad primero, el fastidio después hasta terminar en la ira.
Las interrupciones continúan, el tono que era gentil empieza poco a poco a ser el grito. “Sal del baño por favor, hijita”, “Me estoy bañando no puedo ver lo que haces”, “Espera que salga y te paso lo que quieres”. Mientras, pienso: “por esto es que no me baño cuando estamos solas en la casa”, “la próxima cierro y con seguro”, “por qué diablos…”. Reconsidero incluso mi principio anti niñera, entiendo que hay una sabiduría detrás de la sustitución de la madre en los momentos vacíos, como este. Vamos, no es que porque no le paré bola mientras hacía uno más de las decenas de dibujos que hace al día, va a tener una cicatriz emocional el resto de su vida. Bueno, quizá si la tenga cuando le diga “¡lárgate, me tienes harta, no te quiero ver!”, que es lo que auténticamente quisiera gritarle. Y luego azotarle la puerta en la cara. Pero esa es una fantasía no más… ¡espero!
Se jodió todo, la vida sensual ha sido interrumpida. Los hijos lo invaden todo, lo ocupan todo, tienen un radar que detecta los momentos en que sus madres vierten su atención a otra materia que no sean ellos, ¡¡el Dios los libre que sea la propia madre!! Luego los maridos se quejan cuando llegan y uno está hecha una furia, o vacía de algo que se parezca a la sensualidad, desgastada, con ganas únicamente de recuperar el ser. A solas. (Acaso a solas con ellos, pero lejos de la descendencia, ¡bien lejos!!)
Pero, oh, he aquí que llega la niña, la hija, la adorable/fastidiosa criatura que abre la cortina por el lado de la ducha, y empieza con la preguntadera, la pedidera, la jodedera. “Quiero un…”, “¿Qué haces, mami?”. La perfección del momento, la paz, el equilibrio se rompen con la nota discordante de una cuerda rota. “Cierra eso que te vas a mojar”, “Andate a tu cuarto a pintar”… el tono es gentil, a pesar del fastidio, el tono trata de ser dulce, fingido, de acuerdo, pero es suave, amable. Se va por un instante.
¿Dónde estaba? Ah, claro, escribiendo un texto en mi mente, pensando en nada, sintiendo la conexión con el cuerpo que durante todo el día es instrumento y en este instante es objeto.
No dura. Ella vuelve a la carga, “mira lo que dibujé, es mi papi”, intento mirar a través de la parte transparente de la doble cortina, de verdad que miro bien el dibujo en lápiz: cabeza chiquitita, brazos largotes, cuerpo también alargado pero más grueso que los brazos. Me gusta, se lo digo y le sugiero, con la obvia intención de ganar tiempo, “ahora dibújate a ti”. (Traducción, sal de aquí el tiempo suficiente para que termine de bañarme). Desaparece de la cortina, pero se queda dentro del baño, decidió que es más corta la distancia y está haciendo el dibujo sugerido en el piso.
La magia se ha roto, no como un vaso que cae y se rompe en mil pedazos, más bien tiene una cuarteadura ligera, una rayita apenas. El placer va a ser reemplazado poco a poco por la incomodidad primero, el fastidio después hasta terminar en la ira.
Las interrupciones continúan, el tono que era gentil empieza poco a poco a ser el grito. “Sal del baño por favor, hijita”, “Me estoy bañando no puedo ver lo que haces”, “Espera que salga y te paso lo que quieres”. Mientras, pienso: “por esto es que no me baño cuando estamos solas en la casa”, “la próxima cierro y con seguro”, “por qué diablos…”. Reconsidero incluso mi principio anti niñera, entiendo que hay una sabiduría detrás de la sustitución de la madre en los momentos vacíos, como este. Vamos, no es que porque no le paré bola mientras hacía uno más de las decenas de dibujos que hace al día, va a tener una cicatriz emocional el resto de su vida. Bueno, quizá si la tenga cuando le diga “¡lárgate, me tienes harta, no te quiero ver!”, que es lo que auténticamente quisiera gritarle. Y luego azotarle la puerta en la cara. Pero esa es una fantasía no más… ¡espero!
Se jodió todo, la vida sensual ha sido interrumpida. Los hijos lo invaden todo, lo ocupan todo, tienen un radar que detecta los momentos en que sus madres vierten su atención a otra materia que no sean ellos, ¡¡el Dios los libre que sea la propia madre!! Luego los maridos se quejan cuando llegan y uno está hecha una furia, o vacía de algo que se parezca a la sensualidad, desgastada, con ganas únicamente de recuperar el ser. A solas. (Acaso a solas con ellos, pero lejos de la descendencia, ¡bien lejos!!)
No hay comentarios:
Publicar un comentario