La sequía de palabras nos ataca cuando y donde menos se espera. Frente a esta pantalla con su simulación de página en blanco, con sus reglitas de márgenes de alto y ancho. Frente a una ventanita de chat en que ya está todo dicho y no hay más o no se alcanza a decirlo y es lo mismo.
No queda más que iniciar el ejercicio de no escribir nada y dejar que al menos en la descripción de la aridez se avance algo la redacción y lleguemos a una extensión más o menos decente para que merezca ser publicada.
Aclaro que no se trata de escasez de temas, tengo varios, que no voy a comentar porque si los explico sería como estarlos escribiendo. Y, peor, mal escribiéndolos y eso, después, me va a dar coraje y sensación de desperdicio. Ya se conocen bien los efectos de la ira de los dioses, imaginen no más cómo serán las de las diosas. E insisto, me siento discapacitada del tendón que estira y afloja las palabras, que permite la selección ágil y afortunada de verbos, adjetivos, sustantivos para expresar las ideas, los giros, las intenciones.
La noche avanza y el cuerpo pide sueño. La noche avanza y la página en blanco exige texto. Me detengo, pienso y aventuro una conclusión: estoy viviendo una planicie. Una llanura de emociones, una calma de eventos, una rutinita cómoda, adormecedora, bienvenida. Un silencio.
Hago una pausa para cantar bajito la estrofa de la canción que escucho: “onda de mar donde flota este blues, tú u uuuu…” ,y me dejo llevar por la melodía, “tienes la culpa de este bolero que se ha adueñado de mi, tú u u uuu…”. Escucho, disfruto, y reparo en la frase que viene luego, “esta canción quiere estar donde estás tú”. Y es cierto. Tu ausencia en mi cama contribuye a estos efectos.
Sequía de palabras, melancolía, matizado con ataques sorpresivos de nostalgia, una amiga mía diría que estoy hormonal. Yo digo que estoy normal. Excepto por las palabras. Préstame algunas. O algún secreto para destapar el bloqueo.
No queda más que iniciar el ejercicio de no escribir nada y dejar que al menos en la descripción de la aridez se avance algo la redacción y lleguemos a una extensión más o menos decente para que merezca ser publicada.
Aclaro que no se trata de escasez de temas, tengo varios, que no voy a comentar porque si los explico sería como estarlos escribiendo. Y, peor, mal escribiéndolos y eso, después, me va a dar coraje y sensación de desperdicio. Ya se conocen bien los efectos de la ira de los dioses, imaginen no más cómo serán las de las diosas. E insisto, me siento discapacitada del tendón que estira y afloja las palabras, que permite la selección ágil y afortunada de verbos, adjetivos, sustantivos para expresar las ideas, los giros, las intenciones.
La noche avanza y el cuerpo pide sueño. La noche avanza y la página en blanco exige texto. Me detengo, pienso y aventuro una conclusión: estoy viviendo una planicie. Una llanura de emociones, una calma de eventos, una rutinita cómoda, adormecedora, bienvenida. Un silencio.
Hago una pausa para cantar bajito la estrofa de la canción que escucho: “onda de mar donde flota este blues, tú u uuuu…” ,y me dejo llevar por la melodía, “tienes la culpa de este bolero que se ha adueñado de mi, tú u u uuu…”. Escucho, disfruto, y reparo en la frase que viene luego, “esta canción quiere estar donde estás tú”. Y es cierto. Tu ausencia en mi cama contribuye a estos efectos.
Sequía de palabras, melancolía, matizado con ataques sorpresivos de nostalgia, una amiga mía diría que estoy hormonal. Yo digo que estoy normal. Excepto por las palabras. Préstame algunas. O algún secreto para destapar el bloqueo.
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