Los que tenemos miedo y lo asumimos con eso que dicen que se llama valentía sabemos que la vida es difícil, jodida, compleja. Que la infancia dura un suspiro, la adolescencia es un grito y la experiencia llega con la adultez un poco demasiado tarde y por demasiado tiempo.
Pero por eso creemos, seguimos, sonreímos, cantamos, creamos, vivimos, amamos, soñamos, conversamos, abrazamos. Por eso creamos lazos que duran toda la vida aunque sepamos que aquella, la vida, no tiene garantía y peor aún, tiene fecha de expiración desconocida.
Pero insistimos y nos creemos el cuento de la permanencia aunque vivamos el día a día con el corazón listo para la despedida, luchando contra la soberbia de sentir que viviremos para siempre y peor, que el cuerpo siempre será tan joven como nos sentimos. Aspiramos, eso así, a que al menos alguien nos recuerde, con algún detalle, alguna frase, algún gesto, una comida, un lugar, una fotografía.
Por eso tenemos hijos y nacemos de nuevo a la novedad de la vida, a las manos pequeñitas, a las uñas diminutas sorprendentemente perfectas, el cuerpo frágil, las impresiones en blanco, los ojos abiertos a absorber el mundo entero y sus significados. Y les pasamos a ellos el mundo de las ilusiones, las hadas madrinas, los duendes, el reino del nuncajamás, las zapatillas de rubí, los ángeles guardianes, los dioses.
Les damos una patria, un equipo de fútbol, una ciudad, unos prejuicios, unas mañas, unas costumbres extrañas. Con ellos nos peleamos, nos enfrentamos en esa dinámica de la educación y la formación, y hacemos de tripas corazón cuando llega la hora de reprenderlos o castigarlos porque, ha sido cierto, a uno le duele más que a ellos.
Y un día cualquiera, digamos un lunes 13 de marzo, nos nace uno nuevo. Uno que es nuestro, uno que es pariente. Y se presencia con tanto asombro como compasión (la que les espera, chicos, ustedes nunca se lo imaginaron) cómo se forma en un instante una familia. Bienvenido al mundo, Santiago. Gracias por venir, estamos aquí para acompañarte.
Pero por eso creemos, seguimos, sonreímos, cantamos, creamos, vivimos, amamos, soñamos, conversamos, abrazamos. Por eso creamos lazos que duran toda la vida aunque sepamos que aquella, la vida, no tiene garantía y peor aún, tiene fecha de expiración desconocida.
Pero insistimos y nos creemos el cuento de la permanencia aunque vivamos el día a día con el corazón listo para la despedida, luchando contra la soberbia de sentir que viviremos para siempre y peor, que el cuerpo siempre será tan joven como nos sentimos. Aspiramos, eso así, a que al menos alguien nos recuerde, con algún detalle, alguna frase, algún gesto, una comida, un lugar, una fotografía.
Por eso tenemos hijos y nacemos de nuevo a la novedad de la vida, a las manos pequeñitas, a las uñas diminutas sorprendentemente perfectas, el cuerpo frágil, las impresiones en blanco, los ojos abiertos a absorber el mundo entero y sus significados. Y les pasamos a ellos el mundo de las ilusiones, las hadas madrinas, los duendes, el reino del nuncajamás, las zapatillas de rubí, los ángeles guardianes, los dioses.
Les damos una patria, un equipo de fútbol, una ciudad, unos prejuicios, unas mañas, unas costumbres extrañas. Con ellos nos peleamos, nos enfrentamos en esa dinámica de la educación y la formación, y hacemos de tripas corazón cuando llega la hora de reprenderlos o castigarlos porque, ha sido cierto, a uno le duele más que a ellos.
Y un día cualquiera, digamos un lunes 13 de marzo, nos nace uno nuevo. Uno que es nuestro, uno que es pariente. Y se presencia con tanto asombro como compasión (la que les espera, chicos, ustedes nunca se lo imaginaron) cómo se forma en un instante una familia. Bienvenido al mundo, Santiago. Gracias por venir, estamos aquí para acompañarte.
“Más de cien palabras/ más de cien motivos/ para no cortarse, de un tajo, las venas/ más de cien pupilas donde vernos, vivos/ más de cien mentiras/ que valen la pena”.
Más de cien mentiras, Joaquín Sabina
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