Otilia con 102 años, el pelo blanco, la piel morena arrugada, los dedos nudosos entrelazados, los ojos cerrados para siempre, reposa en su ataúd en una improvisada velación en su muy humilde casa. El ambiente es todo gris: gris del piso de cemento pulido, gris de las paredes de ladrillos cubiertos del polvo de los años, gris del color que está pintada su casa de dos pisos en el suburbio de Guayaquil, gris de la caja, las lámparas, las bases, todo el equipo fúnebre.
Su esposo, Daniel, está sentado a un lado de la capilla ardiente, creo que así se llama a esta exhibición necrófila, este acercamiento al rostro de la muerte. Juntos por 66 años, él cuenta ahora con 86. Se casaron por la iglesia un 6 de enero de 2001, entonces, escribí sobre aquella muestra de unión de parte de los dos y de devoción de parte de ella. Muchas cosas cambiaron en estos cinco años.
No puedo escapar a la tristeza de contemplar ese rostro querido, ahora sin vida. Sentada en esa sala, empiezo a ver su fantasma en todos los recuerdos que el lugar me evoca, y siento en ese instante su ausencia. Otilia ya no está. No estará esa cabecita blanca asomada en la ventana, no probaré de nuevo sus “cocadas” de zanahoria… y lamento no haber aprendido la receta.
La vida de Otilia fue una vida sencilla, acaso pequeña. No dirigió grandes empresas, no salvó vidas, ni tuvo descendencia. Pero fue un icono de su vecindario desde sus años de tendera al lado de su marido, un referente de una comunidad que asistió silenciosa a su despedida. Era una mujer luminosa, de gran sonrisa, de optimismo inagotable. Vivió y murió en la pobreza pero una pobreza digna, sin lamentos ni resentimientos.
Por sus 100 años de vida, en agosto de 2003, hubo una gran fiesta organizada por la gente del barrio y de la cercana parroquia de Domingo Savio. Hubo misa, flores, lagarteros, tortas, comida, con la abundancia que nace de la generosidad de los que tienen poco y comparten mucho. No hubo familia de sangre en esa fiesta, pero estaba presente una gran familia de los afectos sembrados en una larga vida.
Cuando mueren los mayores que nos conocen literalmente de toda la vida, una parte de nuestra infancia también muere, porque se desvanece el recuerdo, la imagen en sus retinas de nuestros primeros pasos, de nuestras familias, de nuestro paso por la vida. Con Otilia se va no solo mi infancia sino también la de mi madre y la juventud y la lucha de mis abuelos, sus vecinos y amigos.
Fue una agonía larga, un proceso lento producto de la vejez y no de la enfermedad. A veces, simplemente el cuerpo agotado y gastado, ya no sirve más para contenernos el espíritu. Otilia se fue y Daniel se quedó solo. Bien dicen que todas las historias de amor tienen un final triste.
Su esposo, Daniel, está sentado a un lado de la capilla ardiente, creo que así se llama a esta exhibición necrófila, este acercamiento al rostro de la muerte. Juntos por 66 años, él cuenta ahora con 86. Se casaron por la iglesia un 6 de enero de 2001, entonces, escribí sobre aquella muestra de unión de parte de los dos y de devoción de parte de ella. Muchas cosas cambiaron en estos cinco años.
No puedo escapar a la tristeza de contemplar ese rostro querido, ahora sin vida. Sentada en esa sala, empiezo a ver su fantasma en todos los recuerdos que el lugar me evoca, y siento en ese instante su ausencia. Otilia ya no está. No estará esa cabecita blanca asomada en la ventana, no probaré de nuevo sus “cocadas” de zanahoria… y lamento no haber aprendido la receta.
La vida de Otilia fue una vida sencilla, acaso pequeña. No dirigió grandes empresas, no salvó vidas, ni tuvo descendencia. Pero fue un icono de su vecindario desde sus años de tendera al lado de su marido, un referente de una comunidad que asistió silenciosa a su despedida. Era una mujer luminosa, de gran sonrisa, de optimismo inagotable. Vivió y murió en la pobreza pero una pobreza digna, sin lamentos ni resentimientos.
Por sus 100 años de vida, en agosto de 2003, hubo una gran fiesta organizada por la gente del barrio y de la cercana parroquia de Domingo Savio. Hubo misa, flores, lagarteros, tortas, comida, con la abundancia que nace de la generosidad de los que tienen poco y comparten mucho. No hubo familia de sangre en esa fiesta, pero estaba presente una gran familia de los afectos sembrados en una larga vida.
Cuando mueren los mayores que nos conocen literalmente de toda la vida, una parte de nuestra infancia también muere, porque se desvanece el recuerdo, la imagen en sus retinas de nuestros primeros pasos, de nuestras familias, de nuestro paso por la vida. Con Otilia se va no solo mi infancia sino también la de mi madre y la juventud y la lucha de mis abuelos, sus vecinos y amigos.
Fue una agonía larga, un proceso lento producto de la vejez y no de la enfermedad. A veces, simplemente el cuerpo agotado y gastado, ya no sirve más para contenernos el espíritu. Otilia se fue y Daniel se quedó solo. Bien dicen que todas las historias de amor tienen un final triste.
Los lectores de este blog desde el inicio saben que no creo en este cuento del día de la mujer, pueden leerlo aquí pero no dejo de apreciar la coincidencia de escribir justo hoy sobre una mujer. Les recomiendo mucho, sin embargo, el editorial de hoy de Nelsa Curbelo en El Universo. Nota curiosa: el 22 de febrero pasado cumplió un año este blog, no lo recordé pero el post de ese día fue festivo, también por coincidencia.
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