lunes, 7 de enero de 2008

¡Fuego!

Las musas no llegan sólo con agua, queridos míos. Tras un mojado retorno al ruedo, a la diosa le ha tocado encarar el fuego. El cuento va así:

Este sábado estábamos reunidos en casa con Fátima, James Profit y sus dos hijos. Tras la degustación de unos deliciosos pisco sours y una función de Les Luthiers, estábamos todos muy contentos y en ese punto de la noche en que las visitas ya mismo dicen “Bue…!” y empiezan a despedirse. De pronto, afuera, en el Malecón 2000 empieza un rumor, unos gritos, guardias que corren. Como eran las doce y media de la noche no cabía sospechar del tradicional “cógelo, cógelo” de este barrio. (Que es el grito para anunciar que un ladrón huye de la escena, con un montón de gente detrás. Casi nunca escapan.).

Al mismo tiempo, percibí un olor a plástico quemado. “¿Será el ventilador?” fue lo primero que pensé, me acerqué y lo olí, no venía de allí. Luego, me asomé por la ventana del comedor y vi que la gente corría hacia atrás del edificio y que de ese sector salía una columna de humo negro. Pensé de inmediato en la princesa, que dormía hace unas horas en el cuarto que tiene ventana hacia lo que alguna vez fue la calle de atrás.

Vivimos en el corazón de la Bahía, en un edificio que se levanta entre el Malecón y la calle General Villamil, tomada hace décadas por los comerciantes informales. Desde la ventana del cuarto del fondo, se pueden ver tres hileras de domos acrílicos que cubren los pequeños kioskos de metal que el municipio consiguió que se instalen en el sector como manera de organizar ese comercio caótico que antes se hacía en bandejas, tapetes, maletas tirados en el piso. En los espacios cuelgan toldas de caucho azul que protegen los corredores del sol y la lluvia.

Atravesé el corredor seguida de James Profit, por debajo de la puerta cerrada se irradiaba un resplandor dorado, como si adentro estuviera encendido un muy potente foco amarillo. Lo que vi al abrir la puerta fue impresionante. La fuente del resplandor estaba justo fuera de la ventana del cuarto. James abrió la cortina y vimos, tan cerca de nosotros y, peor, de mi hija que dormía con la calma profunda de los niños: las vivas, calientes, devoradoras llamas de un fuego.

A la gente se la conoce en las situaciones de peligro. Todos los que estábamos allí reaccionamos con calma y orden. Con la visión de la (luego supimos que pequeña) hoguera James salió a avisar que la cosa era grave y que debíamos salir YA. Fátima y los niños fueron los primeros en bajar. Mientras, yo trasladé a la princesa hasta mi cuarto, la dejé sobre mi cama y regresé sola al suyo. Me paré unos segundos en la puerta y pensé “De aquí, ¿qué saco?”, la mirada tasadora respondió que nada. Cerré la puerta, volví a mi cuarto tomé un abrigo para envolver a la niña y otro para mí, la cargué, tomé mi cartera que colgaba del pomo de mi puerta y bajé. Segundos antes ya había bajado James con el tanque de gas (que reposa en la pared que también da a la Bahía) y detrás nuestro salió Don P. que había bajado los breakers de la casa.

Cruzamos la calle y nos refugiamos junto a la salida del parqueo de Colón. Los guardias nos contaron que el portero de mi edificio fue quien les dio la voz de alerta y que ya habían llamado a los bomberos. Pero aún no llegaban. Los nervios pudieron más que la razón y llamé a la Nena, esposa de bombero, para avisarle del asunto. Fue un acto, producto de un cuarto de necesidad de contar, un cuarto necesidad de reafirmar la urgencia de la ayuda, dos cuartos de pánico controlado. Mientras esperaba su mensaje de respuesta, llegaron cuatro motobombas y dos carros de la empresa eléctrica. A uno le parecen eternidades pero habrán transcurrido máximo diez minutos. (No lo digo suficiente pero ¡los bomberos son mis héroes!)

En realidad no fue nada: el fuego se inició con una chispa en los cables que pasan por encima de las cubiertas plásticas, a la altura del edificio vecino. Avanzó por la extensión de cuatro, cinco kioskos y ahí lo detuvieron. No se extendió al interior de los locales. Pudo ser mucho peor. Cosas para destacar: una y mil veces, los bomberos. La ejecutividad de los comerciantes de la Bahía, ayer retiraron todos los restos, pusieron una cubierta provisional en previsión de más lluvias. Las reacciones de todos. La reiteración de que la única cosa material que me esforzaría por rescatar serían las fotos (negativos y CPU). Propósito: respaldar todas mis fotos y ubicar todo en un mismo lugar, portable y de fácil acceso.

Tengo por principio a rechazar el juego del “y si…”. Y si hubiéramos estado solos, quizá dormidos y los cálculos que uno hace con las llamas y el humo, la niña dormida o despertada por el grito de las sirenas y que encuentra una hoguera tras sus cortinas… Si los bomberos hubieran demorado y el fuego proseguido… Y si… y si… pues nada. No pasó. Es inútil asustarse con las posibilidades como es igual de inútil recrear un accidente con los posibles modos que hubieran servido para evitarlo. La conjugación verbal que más detesto es “hubiera”.

Con el fuego, quedan cenizas y hollín. A esta familia (que incluye a los amigos que son como parientes) le quedaron pequeños pero significativos descubrimientos sobre el material del que estamos hechos, cómo funcionamos y qué valoramos. Un ensayo, la representación de un pequeño drama. Ante todo, esta familia sobrevive. Eso sí, tenemos que ver con qué vamos a animar la próxima reunión. ¡Estas producciones no son nada sencillas!


Plástico derretido, el borde blanco a la derecha es nuestra ventana.

Experiencias de Agua y de Fuego. ¿Me tocan Tierra y Aire? Mejor prevenir, debería ponerme una mascarilla de barro y… ¿qué hace uno con el aire? Se aceptan sugerencias. Urgentes e inocuas.

viernes, 4 de enero de 2008

Llueve

Llueve y parece que mañana va a seguir así, lo asegura Meteorología. Llueve, llueve en todos los rincones del país, la tierra está agradecida. (Si llueve la gente se pone a cubierto y el pasto se pone contento)

Llueve sobre el río, llueve sobre el mar. Llueve y no parece que vaya a parar.

Llueve, Jorge Drexler

Llueve en Guayaquil hace cuatro días. Ayer, cuando pensamos que había dejado de llover, llovió más. Las sábanas que cuelgan en la terraza lo saben bien, a la cuenta, hasta esta hora han recibido un chaparrón, cuatro lluvias, seis lloviznas.

Llueve y salgo a la calle para llevar a la niña a la escuela, que sale en versión “funda”: recubierta completamente con un poncho impermeable de color rosa. La madre sale en versión “paraguas, chaqueta con capucha y zapatos de correr”. Caminamos las cuatro cuadras que nos separan de la estación del bus, protegidas en el trayecto por los portales del centro de Guayaquil. En el destino, la cosa es distinta, en las ciudadelas no hay portales, hay veredas irregulares que convierten el recorrido en una pista de obstáculos acuáticos.

“Extrañé tanto a la lluvia”, fue lo primero que dijo ella cuando nos tocó el primer chaparrón, el primer día del año. No estoy segura, si yo lo hice, sé lo que todos los habitantes del puerto sabíamos: “ya va siendo hora…”.

Mi relación con la lluvia va seguida de un “depende”. Tengo recuerdos maravillosos y tenebrosos con los aguaceros tropicales guayacos. Tengo clarísima la emoción de salir con mi mamá a bañarnos en la lluvia, al patio, al portal, a que nos caiga el agua en la cara, a saltar en los charcos, a sentirnos Gene Kelly en “Singing in the rain”. Tengo marcado el miedo de una noche en que el carro no prendió más tras pasar por la avenida Kenneddy junto a la Universidad Estatal, en ese punto oscuro y abandonado, en los tiempos en que no existían los celulares, y esperar por muchas horas a que la lluvia pare o que alguien nos rescate… Aún le temo a manejar durante un aguacero. Y eso que en Guayaquil se sabe cuando caen las primeras gotas pero no cuando van a terminar. En Quito uno tiene casi la certeza de que ese diluvio que no deja tregua pasará en máximo una hora o dos, así que se tiene el lujo de esperar donde se está a que pase la intensidad. Acá puede llover y llover y llover por horas, días…

Hoy llovía y cuando entregué a la niña a la seguridad de la escuela, pude por fin observar a los compañeros del viaje de regreso. A la empleada de banco con su uniforme impecable, sus medias nylon gris claro y sus zapatos azules, ¿llegarán en la misma condición tras la caminata esquivando charcos y el eventual desgraciado que disfruta de salpicar a los peatones? A las enfermeras de prístino traje blanco, los señores de terno y corbata, el anciano de impecable pantalón gris y camisa celeste. La gente que tiene prisa, que debe llegar a un sitio al que quizá lleguen irremediablemente tarde. Pero llueve y esa es la excusa: todo se vuelve necesariamente más lento. Los carros esquivan lagunas, la gente camina con más cuidado.

Llueve y yo camino sola por el malecón mojado. Llueve y la fantasiosa interna imagina una escena de baile y canto con gotas de lluvia perfectas. Llueve y me detengo a observar el río Guayas que no tiene frontera con la bruma que oculta el puente y oscurece la isla. Recuerdo el versículo bíblico: “y un viento de Dios aleteaba sobre las aguas”. Llueve y no es difícil visualizar ese Espíritu jugando a ser gota de lluvia y vapor de agua para volver a pasear “sobre las aguas”.

Ha parado de llover y la ciudad se ve limpia, por unos minutos se respira un aire fresco que entra como un bálsamo para las vías respiratorias que soportan cada día el calor, el smog y los olores. Si sale el sol llegará la humedad insoportable, el bochorno del calor húmedo tropical, esa sensación de que el asfalto suda y el cuerpo se cocina en un vapor de todo: cemento, gente, autos, hierros. Por ahora, aún caen las últimas gotas de eso que se le llama garúa, brisa, llovizna.

Llueve en Guayaquil hace tres días y no tengo apuro por ir a ninguna parte, no tengo que cumplir horario. Puedo disfrutar de esta lluvia, de este instante, de esta ciudad. Llueve y se detiene la pausa, se desactiva el Rewind, se presiona el Play. La diosa ha vuelto, con la lluvia.

Dos canciones adecuadas para el clima, Madonna con su bellísimo video de Rain (I feel it, it’s coming…) y Piove de Jovannotti, perfecta analogía del golpeteo del rap y de las gotas.