miércoles, 21 de febrero de 2001

Otilia y Daniel

Otilia no mide más de un metro de estatura. Los años y el sol han dejado surcos en su piel morena. El cabello le nace blanco en la frente y al final de la rosca que siempre se agarra en la parte de atrás de su cabecita se torna amarillo. Hoy la fuimos a visitar y la encontramos asomada en su ventana, conversando con una vecina. La visión del carro de mi mamá le pinta una sonrisa amplia, se apea de su balconcito y se dirige hacia la puerta de madera revestida con zinc, con una cerradura antigua y frágil. Nada tienen que atesorar, por eso no se esfuerzan en proteger la entrada a su humilde casa.

Desde la otra ventana también nos ha visto Daniel, un metro setenta, delgado, también moreno, de ojos caídos. Lleva una camiseta negra, un poco raída, y su pantalón café, limpio y bien planchado, no logra ocultar las puntadas del zurcido. Llegan juntos a la puerta para recibirnos. El encuentro se produce entre abrazos. Ella está radiante, con una falda blanca con pliegues y encaje, una blusa de tela floreada, aretes largos con bolitas de colores.

Los conocemos de toda la vida. Ella me cuenta una vez más cuando “don César me traía a Teresita que apenas daba pasitos”. Mis abuelos vivían a media cuadra de su casa y compartieron las dificultades de emprender la vida en medio del suburbio, cuando por allí aún pasaban esteros, las calles eran de tierra y cada familia se esforzaba por construir su hogar en esos sitios. Muchas veces me quedé a su cuidado, fascinada de poder acompañar a don Daniel en su pequeña tiendita, colocada frente a la ventana y separada de su cuarto con un tabique de madera. Allí tenía de todo: jabones, papel de regalo, colas, vinchas, esmaltes, canicas, bolitas de caucho (de esas para jugar macatetas), borradores... uf!! Todo un mundo mágico para mis siete años.

Vivieron muchas dificultades, sobre todo por la afición de él a la bebida. No tuvieron hijos pero se mantuvieron juntos y dieron la mano y el corazón a muchos de su familia, sobrinos, ahijados, vecinos que ahora les agradecen y ven por ellos en su vejez de pobres. Con los años él se alejó del alcohol, para alivio de ella, así que la vida en estos años les transcurre con calma, confiados en Dios y en la bondad de los que los quieren.

Pero había una sola cosa que manchaba de tristeza los ojitos dulces de la señora Otilia: nunca se casaron por la iglesia. El no había querido realizar esa ceremonia y así pasaron 61 años de unión libre sin lograr convencerlo. Ella siempre iba a misa como una invitada a fiesta ajena, sin poder participar de la comunión, su mayor anhelo.

Un ángel le cumplió su mayor deseo este pasado enero. Un sobrino de don Daniel, que vive en los Estados Unidos, vino decidido a casar a sus tíos. Para sorpresa de todos, él aceptó. A la ceremonia asistieron los amigos y familiares más cercanos. La novia vistió un vestido verde claro, con un ramito de rosas rojas. El novio estaba muy elegante con un pantalón negro nuevo y una camisa blanca de mangas largas. La fiesta fue íntima, sencilla y alegre. Los invitados hicieron bulla de la iglesia a la casa, los novios bailaron un vals y la feliz novia, con toda la fuerza de sus noventa años, lanzó su ramo a las solteras.

Hoy ella me enseño un papel con un escrito de su puño y letra, que sacó de su libro de oraciones. “Yo, María Otilia Silva, en el año 84 me entregué a Dios y me dediqué a vivir de acuerdo a su ley pero lloro en silencio no cumplir con su sacramento”, está escrito con pluma negra en la parte superior del retazo de una hoja de cuaderno. Más abajo, con tinta azul, ella ha escrito: “el 6 de enero del 2001 se cumplió mi deseo, qué lindo día de Reyes”. Con la cara más sencillamente alegre del mundo me dice que este pequeño milagro le ha devuelto la salud y la energía. Entonces baja la voz para contarnos que él está más calmado, “ya no se pone bravo ni me reta como a hija”.

Si pasan alguna vez por Carchi y 4 de Noviembre, en la segunda casa de la vereda derecha verán asomar una cabecita blanca en una ventana y unos ojos tristones por otra: son Otilia y Daniel, los novios más importantes de este año. Si se animan, bajénse a felicitarlos por su matrimonio. Solo les dicen que van de mi parte.

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Voy manejando de vuelta a la casa. Las gafas de sol ocultan las lágrimas que se agolparon en mis pupilas mientras leía esa nota hermosa, nacida del corazón puro de una mujer sencilla. Yo llevo un año y medio de unión civil, ¿qué es lo que nos hace falta para la tan anunciada boda eclesiástica? No es dinero ni tiempo porque esos son detalles menores: apenas es voluntad.

Hace un año alguien me cuestionó que por qué debo cumplir con el rito de una religión que hace tiempo no practico. No sé. Pero les confieso que hay algo que me estremece cada vez que entro en una iglesia. Extraño lo que sentía durante mi etapa de catolicismo bien vivido. Creo en Dios y esta es la forma en la que me enseñaron a cumplir sus enseñanzas. Tal vez sea hora de volver a casa.

jueves, 8 de febrero de 2001

Tristeza

Esta semana tenía muchas cosas en mente para escribir, cosas alegres, burlonas, como para contrastar con el tono un poco agridulce de la semana pasada. Pero la vida nos marca otros caminos, así, sorpresiva y dolorosamente.

Ayer, 7 de febrero de 2001, cerró sus ojos por última vez mi tío favorito, Emilio Bravo. Era el hermano menor de mi abuelo y el más cercano a mi casa y mi corazón. El reloj de su corazón se detuvo por la tarde, dejando a todos los que lo conocimos y amamos con la boca abierta y el alma adolorida.

Desde muy joven, para huir de una novia que lo quería “capturar”, se fue a vivir a Colombia, precisamente a Cali, donde se dejó atrapar por una caleña hermosa. Trabajó casi toda su vida como fotógrafo de prensa, en especial, de crónica roja. Apenas hace dos años pude comprender su oficio, su vida y sus silencios. Mis compañeros del periódico me enseñaron a conocerlo, me permitieron verlo reflejado en ellos, con su maleta siempre muy pesada al hombro, callados, observadores. Cuando se lo comenté me contó, por primera vez, algunos de los horrores que había visto, enfrentando la cara de la muerte y de la maldad humana muchas veces, quizá demasiadas.

Pero era un hombre dulce, de afectos calmados, con la palabra precisa para el momento justo, la sonrisa siempre amplia, y el estilo de caminar que lo ligaba con todos sus hermanos... ese paso con las puntas de los pies hacia fuera, la cadera relajada y el cuerpo un poquito hacia atrás, el caminado de los Bravitos. Le gustaban las plantas y los animales que tenía en su finca, un pedazo de tierra bien cuidado en las afueras de Cali, justo donde los guerrilleros capturaron a un grupo de gente en los restaurantes campestres hace pocos meses.

Desde que tengo memoria lo vi al volante de un Renault viejito, su “pichirilo”. Aunque tenía el dinero suficiente para cambiarlo, se negaba a hacerlo. Era su seguro de protección, parte de su estilo, que se alejaba de la ostentación y el lujo innecesario. Pero eso sí, siempre olía muy rico. Le gustaban los perfumes finos y los usaba por un buen tiempo. Hay un perfume de los de Elizabeth Taylor, que viene en un envase morado, que siempre me traerá su aroma, y el recuerdo de sus estadías en casa de mi mami, cuando ella le cedía su cuarto a su tío querido, su amigo.

Acostumbrado a capturar los instantes de los demás, rara vez salía en las fotos. Frente a mi, tengo ahora una foto de un día feliz: mi graduación de la Espol. Estamos mi abuela, mi mami, él y yo, sonrientes a más no poder. Ese día sentí su orgulloso y su cariño por mi. No pudo estar en mi boda civil, porque había estado aquí apenas un mes antes. “No hay plata para dos viajes tan seguidos”, me dijo, pero me prometió que estaría en la ceremonia eclesiástica. Yo aspiraba a caminar de su brazo por el corredor de la iglesia... como lo hizo un día con Liliana, mi prima querida, el único día en que lo vi salirse del rol de fotógrafo y ponerse en el de padre de la novia más linda del mundo.

El dolor no fue ajeno a su vida. Hace trece años un bus le arrebató de golpe a su precioso hijo menor, Mauricio, de 19 años, y hace unos pocos se divorció del amor de su vida: la tía Ana. Siempre mantuve la esperanza de que la vejez los encontrara de nuevo juntos, apoyándose en el camino hacia el ocaso. Pero el sol se puso primero para él.

Cali jamás será la misma sin él. De su mano conocí Roldanillo y me encontré de frente con la maravillosa obra del maestro Omar Rayo. Las visitas a la casa de María quedarán para siempre en las fotos, sus fotos, unas en blanco y negro, cuando yo era una pulga con colitas, luego con diez, quince años... El siempre tenía un rincón nuevo que mostrar de esa ciudad, que había hecho suya. Era su hogar lejos de su amado Santiago, el pueblito de Bolívar donde nacieron todos, y que yo quería recorrer con él, para que me cuente de nuevo las historias de su mamá Fillico, de mi papi César, de su pobreza, sus trabajos, sus aventuras...

No hay muerte mientras vive la memoria y la fe me dice que su espíritu vivirá para siempre, presente en todas las personas y ambientes que su vida tocó, en tantos a los que ayudó en silencio y en cada uno de los que disfrutamos de su ingenio y su sabiduría y que nos vimos reflejados en esos ojos profundos, rodeados de un mar de cejas oscuras.

Ahora hay un nuevo angelito que conoce mi nombre. Su vida seguirá corriendo por las venas de sus tres hijos y cinco nietos. Descanse en paz, don Emilio.