Esta semana tenía muchas cosas en mente para escribir, cosas alegres, burlonas, como para contrastar con el tono un poco agridulce de la semana pasada. Pero la vida nos marca otros caminos, así, sorpresiva y dolorosamente.
Ayer, 7 de febrero de 2001, cerró sus ojos por última vez mi tío favorito, Emilio Bravo. Era el hermano menor de mi abuelo y el más cercano a mi casa y mi corazón. El reloj de su corazón se detuvo por la tarde, dejando a todos los que lo conocimos y amamos con la boca abierta y el alma adolorida.
Desde muy joven, para huir de una novia que lo quería “capturar”, se fue a vivir a Colombia, precisamente a Cali, donde se dejó atrapar por una caleña hermosa. Trabajó casi toda su vida como fotógrafo de prensa, en especial, de crónica roja. Apenas hace dos años pude comprender su oficio, su vida y sus silencios. Mis compañeros del periódico me enseñaron a conocerlo, me permitieron verlo reflejado en ellos, con su maleta siempre muy pesada al hombro, callados, observadores. Cuando se lo comenté me contó, por primera vez, algunos de los horrores que había visto, enfrentando la cara de la muerte y de la maldad humana muchas veces, quizá demasiadas.
Pero era un hombre dulce, de afectos calmados, con la palabra precisa para el momento justo, la sonrisa siempre amplia, y el estilo de caminar que lo ligaba con todos sus hermanos... ese paso con las puntas de los pies hacia fuera, la cadera relajada y el cuerpo un poquito hacia atrás, el caminado de los Bravitos. Le gustaban las plantas y los animales que tenía en su finca, un pedazo de tierra bien cuidado en las afueras de Cali, justo donde los guerrilleros capturaron a un grupo de gente en los restaurantes campestres hace pocos meses.
Desde que tengo memoria lo vi al volante de un Renault viejito, su “pichirilo”. Aunque tenía el dinero suficiente para cambiarlo, se negaba a hacerlo. Era su seguro de protección, parte de su estilo, que se alejaba de la ostentación y el lujo innecesario. Pero eso sí, siempre olía muy rico. Le gustaban los perfumes finos y los usaba por un buen tiempo. Hay un perfume de los de Elizabeth Taylor, que viene en un envase morado, que siempre me traerá su aroma, y el recuerdo de sus estadías en casa de mi mami, cuando ella le cedía su cuarto a su tío querido, su amigo.
Acostumbrado a capturar los instantes de los demás, rara vez salía en las fotos. Frente a mi, tengo ahora una foto de un día feliz: mi graduación de la Espol. Estamos mi abuela, mi mami, él y yo, sonrientes a más no poder. Ese día sentí su orgulloso y su cariño por mi. No pudo estar en mi boda civil, porque había estado aquí apenas un mes antes. “No hay plata para dos viajes tan seguidos”, me dijo, pero me prometió que estaría en la ceremonia eclesiástica. Yo aspiraba a caminar de su brazo por el corredor de la iglesia... como lo hizo un día con Liliana, mi prima querida, el único día en que lo vi salirse del rol de fotógrafo y ponerse en el de padre de la novia más linda del mundo.
El dolor no fue ajeno a su vida. Hace trece años un bus le arrebató de golpe a su precioso hijo menor, Mauricio, de 19 años, y hace unos pocos se divorció del amor de su vida: la tía Ana. Siempre mantuve la esperanza de que la vejez los encontrara de nuevo juntos, apoyándose en el camino hacia el ocaso. Pero el sol se puso primero para él.
Cali jamás será la misma sin él. De su mano conocí Roldanillo y me encontré de frente con la maravillosa obra del maestro Omar Rayo. Las visitas a la casa de María quedarán para siempre en las fotos, sus fotos, unas en blanco y negro, cuando yo era una pulga con colitas, luego con diez, quince años... El siempre tenía un rincón nuevo que mostrar de esa ciudad, que había hecho suya. Era su hogar lejos de su amado Santiago, el pueblito de Bolívar donde nacieron todos, y que yo quería recorrer con él, para que me cuente de nuevo las historias de su mamá Fillico, de mi papi César, de su pobreza, sus trabajos, sus aventuras...
No hay muerte mientras vive la memoria y la fe me dice que su espíritu vivirá para siempre, presente en todas las personas y ambientes que su vida tocó, en tantos a los que ayudó en silencio y en cada uno de los que disfrutamos de su ingenio y su sabiduría y que nos vimos reflejados en esos ojos profundos, rodeados de un mar de cejas oscuras.
Ahora hay un nuevo angelito que conoce mi nombre. Su vida seguirá corriendo por las venas de sus tres hijos y cinco nietos. Descanse en paz, don Emilio.
Ayer, 7 de febrero de 2001, cerró sus ojos por última vez mi tío favorito, Emilio Bravo. Era el hermano menor de mi abuelo y el más cercano a mi casa y mi corazón. El reloj de su corazón se detuvo por la tarde, dejando a todos los que lo conocimos y amamos con la boca abierta y el alma adolorida.
Desde muy joven, para huir de una novia que lo quería “capturar”, se fue a vivir a Colombia, precisamente a Cali, donde se dejó atrapar por una caleña hermosa. Trabajó casi toda su vida como fotógrafo de prensa, en especial, de crónica roja. Apenas hace dos años pude comprender su oficio, su vida y sus silencios. Mis compañeros del periódico me enseñaron a conocerlo, me permitieron verlo reflejado en ellos, con su maleta siempre muy pesada al hombro, callados, observadores. Cuando se lo comenté me contó, por primera vez, algunos de los horrores que había visto, enfrentando la cara de la muerte y de la maldad humana muchas veces, quizá demasiadas.
Pero era un hombre dulce, de afectos calmados, con la palabra precisa para el momento justo, la sonrisa siempre amplia, y el estilo de caminar que lo ligaba con todos sus hermanos... ese paso con las puntas de los pies hacia fuera, la cadera relajada y el cuerpo un poquito hacia atrás, el caminado de los Bravitos. Le gustaban las plantas y los animales que tenía en su finca, un pedazo de tierra bien cuidado en las afueras de Cali, justo donde los guerrilleros capturaron a un grupo de gente en los restaurantes campestres hace pocos meses.
Desde que tengo memoria lo vi al volante de un Renault viejito, su “pichirilo”. Aunque tenía el dinero suficiente para cambiarlo, se negaba a hacerlo. Era su seguro de protección, parte de su estilo, que se alejaba de la ostentación y el lujo innecesario. Pero eso sí, siempre olía muy rico. Le gustaban los perfumes finos y los usaba por un buen tiempo. Hay un perfume de los de Elizabeth Taylor, que viene en un envase morado, que siempre me traerá su aroma, y el recuerdo de sus estadías en casa de mi mami, cuando ella le cedía su cuarto a su tío querido, su amigo.
Acostumbrado a capturar los instantes de los demás, rara vez salía en las fotos. Frente a mi, tengo ahora una foto de un día feliz: mi graduación de la Espol. Estamos mi abuela, mi mami, él y yo, sonrientes a más no poder. Ese día sentí su orgulloso y su cariño por mi. No pudo estar en mi boda civil, porque había estado aquí apenas un mes antes. “No hay plata para dos viajes tan seguidos”, me dijo, pero me prometió que estaría en la ceremonia eclesiástica. Yo aspiraba a caminar de su brazo por el corredor de la iglesia... como lo hizo un día con Liliana, mi prima querida, el único día en que lo vi salirse del rol de fotógrafo y ponerse en el de padre de la novia más linda del mundo.
El dolor no fue ajeno a su vida. Hace trece años un bus le arrebató de golpe a su precioso hijo menor, Mauricio, de 19 años, y hace unos pocos se divorció del amor de su vida: la tía Ana. Siempre mantuve la esperanza de que la vejez los encontrara de nuevo juntos, apoyándose en el camino hacia el ocaso. Pero el sol se puso primero para él.
Cali jamás será la misma sin él. De su mano conocí Roldanillo y me encontré de frente con la maravillosa obra del maestro Omar Rayo. Las visitas a la casa de María quedarán para siempre en las fotos, sus fotos, unas en blanco y negro, cuando yo era una pulga con colitas, luego con diez, quince años... El siempre tenía un rincón nuevo que mostrar de esa ciudad, que había hecho suya. Era su hogar lejos de su amado Santiago, el pueblito de Bolívar donde nacieron todos, y que yo quería recorrer con él, para que me cuente de nuevo las historias de su mamá Fillico, de mi papi César, de su pobreza, sus trabajos, sus aventuras...
No hay muerte mientras vive la memoria y la fe me dice que su espíritu vivirá para siempre, presente en todas las personas y ambientes que su vida tocó, en tantos a los que ayudó en silencio y en cada uno de los que disfrutamos de su ingenio y su sabiduría y que nos vimos reflejados en esos ojos profundos, rodeados de un mar de cejas oscuras.
Ahora hay un nuevo angelito que conoce mi nombre. Su vida seguirá corriendo por las venas de sus tres hijos y cinco nietos. Descanse en paz, don Emilio.
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