jueves, 11 de octubre de 2001

Pongamos que hablo de Joaquín

¡Abrid los oídos, mortales! La música no es sólo el reemplazo del silencio en el fondo de una charla o del recorrido en el carro. Tampoco es únicamente el golpeteo que nos obliga a contorsionar el organismo en una sucesión de movimientos de brazos, piernas, cintura, caderas. Una buena canción puede ser bálsamo para el corazón, agüita fresca para el espíritu, manjar para los oídos... (y por si acaso, nada que ver con el “manjar de los lunes” del noticiero de Ecuavisa, como si los goles se merecieran ese adjetivo).

Bajo este último criterio, en mi discoteca personal me he dedicado estos últimos años a recopilar la obra de dos soberbios cantautores, españoles los dos, cincuentones los dos, ambos relativamente desconocidos entre nosotros. Joaquín Sabina y Luis Eduardo Aute. Sabina para los ánimos irónicos y desencantados y Aute para los momentos apasionados e idealistas. Y bajo ese mismo criterio hoy me propongo darles una probadita de las estupendas letras de estos caballeros y, con suerte, estimularlos a que busquen escuchar como suenan con su respectiva música.

Si, si, seguro que de Sabina conocen “Oiga doctor”, la canción que desató una pequeña polémica en Guayaquil en los años del rock latino y claro, “Y nos dieron las diez”, a dúo con Rocío Durcal. Los salseros a lo mejor recuerdan “Medias negras”, en la versión de Willie Chirino. Y de Aute, son infaltables “Alevosía” o “Mojándolo todo” y hasta un “Slowly”.

Pero quizá nunca han oído del hombre que vive "en el número siete, calle melancolía", no escucharon "la canción de las noches perdidas, que se canta al filo de la madrugada", ni aprendieron aún que "ciertos engaños son narcóticos contra el mal de amor".

A sus cuarenta y diez, como reza en el disco “19 días y 500 noches”, Joaquín Sabina le ha cantado por igual a un desamor que es puro cinismo –“después de tanto tiempo al fin te has ido y, en vez de lamentarme, he decidido tomármelo con calma”--, a un amor que se prodiga entre muchas aves de paso –“a las flores de un día, que no duraban, que no dolían, que te besaban, que se perdían”, pero que a veces se perfila con el anhelo de una mujer perdida –"no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió"- o en la conquista de una mujer anhelada –“puedo ponerme triste y decir que me basta con ser tu enemigo, tu todo tu esclavo, tu fiebre, tu dueño”.

Sabina se ha burlado de los absurdos de la vida, a saber, con una oda a Cristina Onassis –"era tan pobre que no tenía más que dinero"-, y un guiño a su compatriota Pedro, -"Yo quiero ser una chica Almodóvar, como la Maura, como Victoria Abril, un poco lista, un poquitín boba, ir con Madonna en limousine". También señala con el dedo a los ex comunistas –"Ese tipo que va al club de golf , si lo hubieras visto ayer, dando gritos de ‘yankie go home’ coreando slogans de Fidel. Hoy tiene un adoquín en su despacho del muro de Berlín"- y, claro, a las maniáticas restricciones de la vida moderna –"Si lo quieres es vivir cien años no pruebes los licores del placer, si eres alérgico a los desengaños, olvídate de esa mujer. Cómprate una mascara antigas, mantente dentro de la ley. Si lo que quieres es vivir cien años, haz músculos de cinco a seis".

Y las mujeres, ah, las mujeres de Sabina. Ya quisiéramos todas que nos canten así. "Tu cuello es una rama para colgarme, tu mente un crucigrama sin terminar, tu ombligo anda buscando donde ocultarse, tu boca es un milagro de la humedad" ( Besos con sal). “Hay mujeres que tocan y curan, que besan y matan” , (Mujeres fatal). “Vivo justo detrás de la esquina no me acuerdo si tengo marido, si me quitas con arte el vestido te invito a champán”, le canta la señora que lo sedujo en un bar no sin antes advertirle que hay caprichos de amor que una dama no debe tener”.

Pero eso, sí se debe tener claro que con él, todo es un beso y adiós. “Anda, deja que te desabroche un botón, que se come con piel la manzana prohibida. Y tal vez no tengamos más noches y tal vez no seas tú, la mujer de mi vida”, (Y si amanece por fin).

Ahora anda retirado de los vicios, por problemas de salud, reformado pero igual de cínico. No ha producido nada nuevo pero hay buenos discos de recopilaciones por ahi rondando. Tengo uno en que sus canciones las cantan solo mujeres, pero qué mujeres: Ana Belén, Julieta Venegas, Chabela Vargas, Soledad Giménez...

Que viva Sabina, y aunque él ya no acompañe, habrá que alzar la copa por él.Seguro nos cantaría: "Todos me dicen, eh Sabina, ten cuidado con la nicotina, eh, Sabina, ten cuidado con el Patermina, eh, Sabina, ten cuidado con la Josefina, naranjas de la china, no, dame sexo y rocanrol"

PD: Con respecto al título, y con perdones a Mr. Mustard que ya le hizo un guiño en uno de sus posts, "Pongamos que hablo de Madrid" es una de sus canciones clásicas.

martes, 25 de septiembre de 2001

Guayaquil

Guayaquil es la bulla y la brisa del río. Son los pitos que gritan al primer conductor de la fila “¡¡¿qué, idiota, no ves que ya está en verde?!!”. Está en la infinita gama de chucherías que encuentran su mercado entre las mujeres de esta ciudad, siempre ávidas de estar a la moda, de verse lindas. En estos días va marcada en las sandalias, las blusitas ajustadas con adornos de letras o caricaturas, los jeans oscuros a la cadera y la carterita de mango corto.

Guayaquil vive en el voceador de rifas que escucho todas las mañanas y tardes por la ventana de mi cocina, que da al inicio de la Bahía. Es un hombre que si no lo es, al menos imita en algo el acento colombiano. Todos los días rifa (“a las cuatro de la tarde en la calle Colón”) algún premio, normalmente efectivo, 150, 300 dólares, una canasta de productos, algún electrodoméstico. Por las mañanas ofrece los boletos y en las tardes anuncia al ganador, “el señor tal y tal del puesto de tal cosa”. Una junta de beneficencia de los pobres, cuyo único fin es darle sustento al hombre de las rifas.

Aquella ventana de la cocina me trae el rumor de los equipos de sonido en exhibición, del puesto de compactos piratas y del de juegos de vídeo. A ratos domina algún sonido, casi siempre el de los discos que quizá quede junto a la pared de la casa. Al dueño de este puesto le gusta la salsa clásica, nada de merengue hip hop ni bachata o ballenato. Mercurio se la pasa diciendo que de esta casa vamos a aprender toda la “sabrosura tropical”, hay que ver los bailes que se inventa al son del Gran Combo.

Prestar atención a esos ruidos a través de una ventana y presenciarlos in situ es comparable a la diferencia entre escuchar la novela Camay por la radio y ver “Betty, la fea” en horario estelar. Al de las rifas me lo imaginaba pedaleando un triciclo adornado con cartulinas escritas a mano, pero no, anda a pie con un canguro al cinto y megáfono en mano. Como la calle es estrecha y pasa llena de peatones y uno que otro carro que se abre paso penosamente entre la gente, el triciclo sería muy engorroso. Eso sí, me encontré con un vendedor de maduros asados que ha instalado su parrillita de carbón en un carrito de supermercado, casi, casi el prototipo de la carretilla high tech tercermundista.

Guayaquil también es el reino de los “vendedores informales”. Ellos no son pordioseros y ante el “no, gracias” no cambian su línea de venta súbitamente por un “regale”, como hacen en Quito. Ellos están trabajando, honradamente, y se pelean el cliente en cada semáforo e insisten en la ventanilla del que ya rechazó al compañero de antes, como si no estuvieran los dos vendiendo el mismo plato de las mismas mandarinas maduras y jugosas.

Es ese espíritu de capitalismo emprendedor, de emplearse, de ser útil, de conservar la dignidad ante todo. He visto en la Bahía a hombres que se dedican únicamente a llevar a los clientes hasta los almacenes ahora armados no sólo de la consabida “¿qué busca?” sino con tarjetas de presentación y hasta catálogos que los meten constantemente entre ceja y ceja de los desprevenidos peatones. Cerca de la casa aparecen todos los días grupos de hombres que parecen desocupados, al menos, hasta que aparece un camión con mercadería. Entonces se disponen veloces a prestar espaldas, brazos y hombros para transportar cargamento tras cargamento de televisores, teléfonos, juguetes, ollas arroceras, maletas, en fin, lo que el “matute” del momento imponga. (Por cierto que el otro día un chico que trabaja en la oficina de Mercurio nos confesó que no sabía lo que significa la palabra “matute”, ¡¡y era guayaquileño!! ¿qué pasa con las nuevas generaciones?).

Por cierto que también es la ciudad de los precios caros, desde el supermercado, los parqueos, las propinas, ni se diga en los bares y restaurantes. Hemos ido hace unas semanas a un lugar en el que gastamos en unos pocos tragos para cinco personas el ingreso mensual de una familia pobre. Supongo que aquí no podremos comer tan a menudo fuera de casa en un lugar que no sea de comida rápida porque adivino una pequeña fortuna en ese rubro.
Las caras son distintas, el clima, los sonidos, los colores. Distintos al lugar donde vivía antes, pero eso si, más míos, más cercanos. Aquí mi placa de Guayas no me señala como un objetivo para los chapas molestosos. Guayaquil es la ciudad de la bulla que de tan cotidiana se vuelve estridencia de fondo. Pero ciertamente también es la ciudad de los hermosos atardeceres, del sol rojo que se esconde entre un mar de nubes teñidas con una estampida de colores más allá de los cerros de la Prosperina, en un lugar que, con un suspiro de nostalgia, imaginamos más cercano al mar.

miércoles, 27 de junio de 2001

La batalla de las verduras

Es miércoles, diez y media de la mañana. El sol brilla sobre un cielo celeste intenso absolutamente despejado, es una típica mañana del verano quiteño. Voy camino al Supermaxi del Mall El Jardín, el campo de batalla. El objetivo: conseguir verduras y frutas frescas con el 20% de descuento de su precio normal. El enemigo: decenas de hombres y mujeres que se agolpan sobre la percha de las cebollas, que festinan la canasta de los tomates y que eliminan del mapa las manos de guineos.

Adivino que el Mercedes 280 SE, muy parecido al que nos llevaba a velocidades estrambóticas hasta Ballenita, que va delante de mí tiene el mismo destino. Ha curvado en las mismas esquinas, se ha detenido con reverencia, igual que yo, frente al gigantesco trailer que bloquea la estrecha calle de acceso lateral al centro comercial. Es un contenedor del supermercado. Allí viajan nuestras presas. En ese auto viajan dos personas, es decir, vienen con refuerzos. (“Tú agarra las naranjillas que yo me dedico a las zanahorias”). Ellas tienen su estrategia, pero yo ya vengo preparada con la mía.

Ayer estuve en el mismo supermercado haciendo compras de despensa: leche, mantequilla, queso, café, mermelada, frijoles negros y tomates italianos enlatados, champú, canguil, cera, aceitunas, alcaparras, gatorade y esa bebida de soya con mora que me supo tan amarga que no me dejó duda alguna de sus poderes medicinales. Pero ni siquiera me acerqué a la sección de las verduras. Esa era la tarea para hoy.

Cuando llego al parqueadero, me encuentro con las primeras evidencias de que el saqueo ha comenzado. Un empacador dispone las últimas fundas en la cajuela del carro, junto a un señor que, triunfante, le entrega la propina. El ha concluido la expedición, la mía está por comenzar.

Encuentro lugar en mi parte favorita del parqueadero, aseguro el carro y me dirijo a la puerta. Junto al ascensor se agolpan seis empacadores con sus respectivos carros vacíos. Ni pensar en subir en ascensor. Sigo de largo, tomo las dos escaleras mecánicas que me separan del primer piso y hago la parada estratégica de rigor en el cajero automático. Estoy usando la tarjeta de Mercurio. Siempre me pregunto qué pensarán los que revisan el vídeo de seguridad cuando me vean a mi, usando la tarjeta de un José, ¿creerán que él es travesti?

Por fin, he llegado al lugar de los hechos. Para evitar la larga caminata hasta el torniquete de entrada que está en el extremo opuesto de la sección legumbres, hago algo que no haría en otras condiciones: me escabullo entre las cajas. Buena decisión: justo frente a mi reposa un carrito vacío, con dos fundas sin usar. Camino con decisión hacía el área deseada, un giro a la izquierda y frente a mi se despliega la tierra prometida. Una docena de personas ya están allí, frente a las frutillas, cerca de los pimientos. Voy derecho hasta el fondo. Primer objetivo localizado: la última funda de albahaca orgánica seleccionada que va a dar directo al fondo del carrito que dejo atrás para abrirme paso sola hacia el perejil y la cebolla blanca. Me toma menos de medio minuto pero para cuando me doy vuelta, el carro ya no está donde lo he dejado y dos señoras con actitud sospechosa ocupan el lugar donde estaba parqueado. Es la percha de las cebollas, perla y colorada.

La acción tiene que ser rápida, no hay tiempo de estar con muchos miramientos ni tocamientos. Nada de darle vuelta dos veces a la cebolla para verificar toda su piel y sus extremos, nada de aplastar mucho los tomates para comprobar que no me estoy llevando unos demasiado maduros, que se pudran de inmediato en el refrigerador. Como conozco el terreno y su disposición, me dirijo a cada sección, escojo, enfundo y me muevo. Sobre todo, para escapar pronto del vaho mareante de la pelucona que, además de un litro de laca, se echó media botella de un perfume que combina mejor con un salón de baile, no con las espinacas con que llena su funda, meneando sus pulseras doradas.

Las fundas son otra historia, están colocadas en rollos ubicados encima de las perchas, en tres lugares estratégicos. Es gracioso ver allí a las señoras bajitas esperar a que alguien más hale el rollo y deje a su alcance un extremo, para disimuladamente, acopiar todas las que necesita. El rollo del área de las frutas tiene truco: es muy difícil darle la vuelta y no se desenrolla con generosidad como los otros.

Me llama la atención la cantidad de hombres que están aquí a estas horas de la mañana, en las que normalmente uno se encuentra solo con “viejas vagas” o con empleadas domésticas del sector que usan al Supermaxi como su tienda de la esquina. Pasan a mi lado un padre y su hijo, ambos entrados en años, que repasan en voz alta el pedido que les hicieron en casa. “¿Hay que llevar cebolla?”, “No, eso si tenían”. Es una versión moderna de la tradición aquella de que son los maridos los que llenan las cocinas con comida. Físicamente. Mi abuela siempre se jactó de que ella no había pisado un mercado hasta que mi abuelo murió. Y tampoco lo ha hecho desde entonces.

Es que, a decir verdad, el supermercado presenta una gran ventaja frente a los mercados: el cliente escoge. No existe la verdulera grosera que no quiere decirte cuánto cuesta la papa y te lanza un grosero “¿va a comprar?”. Ni tampoco la “romana” (balanza) con truco o la canasta que en el fondo tiene periódicos o piedras. No hay que hacerse la simpática con la “caserita” ni tener hasta al ángel de la guarda cuidando el fondo de la cartera, el reloj o la cadena.

Finalmente, llego a la recta final, el espacio de las uvas, junto donde comienza el área de las flores. No es casualidad que hoy también estén allí los más frescos y coloridos ramos de rosas, girasoles, crisantemos y follaje. También hoy disponen una mesa para exhibir los pasteles, muffins y galletas que hace la pastelería del local. Sólo los miércoles he visto carros que se desbordan de comida y provisiones. Porque no solo asisten las amas de casa o los jefes de familia, hay restaurantes que se aprovisionan de cosas frescas en grandes cantidades. Se los reconoce porque llevan demasiado de cada una. Allí está, por ejemplo, los dos carros que se alinean en la caja de al lado: uno está lleno hasta el tope de bandejas de cortes de chancho mientras que el otro alberga cuatro fundas gigantes llenas de una estremecedora colección de patas y menudencias de pollo.

Llega el momento de colocarme en la caja. Es una decisión importante, de la que dependen minutos de aburrimiento y desesperación. Escojo una en la que parece haber solo dos carros, medianamente llenos. Y digo “parece” porque en realidad un carro colocado de manera bastante casual junto al primero de la fila, resulta que si está en la cola. Mejor me cambio. La caja 12 tiene dos carritos, uno que está vaciándose frente a la cajera y otro que está lleno a reventar. Su conductora me pregunta la hora. “Son las once y media”, respondo con una sonrisa simple, ni tan cordial como para que me empiece a contar su vida, ni tan seca como para pasar por grosera o boba. “Tengo una hora y media aquí. Qué bueno que esto solo es de una vez al mes”. Eso explica las tres pastas de dientes, los cuatro quesos, las dos cajas de corn flakes, las incontables bandejas de pollo, los tres Nescafés, uf! Su familia debe ser grande, pienso, y empiezo a temer que me pase lo mismo de la otra vez: el empacador no apareció como por diez minutos y yo no podía poder ni un ramito de cebolla en la caja, porque toda estaba ocupada con las verduras (grandes cantidades de ellas) de un colombiano vestido de blanco con barba y cabello largo, que parecía uno de esos neo hippies que abundan en esta ciudad. Pero no, esta vez es distinto, el empacador actúa veloz, la cajera se mueve con eficiencia y soltura, se ve que no es de esas novatas que se encomiendan al Santísimo cada vez que ingresan el código del pimiento, rogando que no sea el de la alcachofa.

Pero ya he llegado. Menos mal, porque justo me tocó la percha con las revistas nuevas, todas envueltas en plástico, ninguna usada que me sirva para matar la espera. Antes de que me pregunte “¿Tarjeta Supermaxi?”, le entrego el mentado pedacito de plástico y estoy poniendo el producto de mi travesía sobre la banda sinfín que lleva cada producto hasta el borde del lector de códigos de barra cruzado con balanza automática, que desterró a la odiosa tarea de la “pesada”. Qué tal pesadilla sería esta aventura si hubiera que hacer cola hasta para pesar un puñadito de choclo desgranado.

En fin, he triunfado. La operación fue rápida y contundente, sin mayores sobresaltos, con total efectividad. He revivido la emoción de la cacería primitiva, me he movido entre enemigos desafiantes, por territorios inhóspitos para llevar la comida a la cueva. Llevo en mi carrito una papaya hawaiana apenas madura, un racimo de uvas de un magnífico color vino tinto, varias manzanas verdes, una manzana roja (para mi, a Pepe le gustan más las verdes), un paquete de champiñones (es mas barato en funda que en bandeja), un maqueño maduro (para los que no saben, es una variedad de plátano, con consistencia de verde pero con dulce de guineo, riquísimo), un atado de perejil, un ramito de manzanilla, naranjillas, maracuyás, tomates, cebollas, zanahorias, coliflor, brócoli, oritos, frutillas, albahaca, lechuga. Ah! Y una fruta que solo la he encontrado aquí: frambuesas. Son caras, pero dan unos jugos deliciosos, en especial, combinada con naranja, limón y frutilla y una jalea de un fucsia intenso que alegra cualquier triste pancake.

Y ya que es el día de la ensalada, también llevo aceite de oliva y vinagre que se me agotaron haciendo una vinagreta. Eso, junto a otras cosillas que me faltaban, añadió 8,90, iva incluido, a los 8,30 de las legumbres. ¿El ahorro familiar? Un dólar con 96, y para mi, una hora de diversión y observación de los extraños comportamientos de la especie humana ante una poderosa palabra mágica: ¡¡descuentos!!

jueves, 14 de junio de 2001

Juventud

¿Hasta cuándo se es joven? ¿Existe una edad cronológica o una lista de logros que marquen el ingreso a la “adultez” o, mejor dicho, la madurez? ¿Son los veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cincuenta? ¿Cuándo dejas de ser una “chica a la moda” y pasas a ser una “vieja ridícula”?

Creo que uno mantiene una edad intemporal con la gente de su misma generación. Las amigas de mi mami se refieren a sus contemporáneos como “chicos” y “chicas”. Cuando están juntas siguen siendo las muchachas que se sentaban en el piso a charlar en el recreo, solo que ahora lo hacen en un café o en la casa de alguna de ellas, señoras, madres, abuelas. Ya no hablan de enamoraditos, sino de nietos, y el tema de los malestares reemplaza al de los sueños, sin embargo, recuerdan anécdotas de hace treinta años con pelos y señales como si fuera ayer.

Son esas comparaciones del tiempo las que nos hacen sentir mayores. Constatar que el chico guapísimo que te sonríe no es otro que el dulce hermanito menor de tu amiga que te saluda con la veneración con que se saluda a una tía. Doble impacto: se rompe la ilusión del coqueteo y te caen los años encima. Todo por culpa de una mala costumbre de los niños: crecen.

La música es otra medida. Cuando empiezas a ver por ahí recopilaciones de “clásicos” compuestas con los himnos de tus años de colegio es la hora de ir corriendo a comprar la crema antiarrugas o a la cita con el cirujano plástico. Nunca me sentí tan vieja como aquel día en que mi alumno de cuarto curso (14, 15) me preguntó qué era lo que yo escuchaba “cuando era joven”. ¿Acaso Soda Stereo? Y que conste que yo tenía apenas veinte al momento de este incidente. Debí bajarle puntos por su atrevimiento.

Ese mismo día empiezas a recordar que tienes amigos de hace quince, veinte años, que saliste del colegio hace más de diez, que la graduación de la universidad fue hace seis años y que el primer cigarrillo te quemó la garganta a los quince (¿Trece años de vicio esporádico, pero vicio al fin?).

Lo bueno de crecer en edad es que la distancia con las demás edades se acorta. A los quince años, uno de treinta te parece “maduro” y uno de cincuenta, un anciano. A los veinticinco ya ves con mejores ojos a los de treinta y cinco y empiezas a tener temas de conversación con tu compañera de oficina cuarentona. Ni se diga cerca de los treinta, te das cuenta de que recién a los ochenta alguien puede considerarse como anciano y eso depende de su vitalidad y lucidez.

Entonces se puede ver a los padres y abuelos en perspectiva. Mi abuelo murió a los cincuenta y ocho años, demasiado joven, por lo tanto, mi abuela se quedó viuda a los 57 y mi mami se puso al frente de la familia a los veintinueve años. Y por más que yo lo recuerde todo con total nitidez, apenas tenía seis años, apenas un poco más que los hijos de mis amigas.

Hoy, con 28 años y diez meses, me pregunto si ya llegué a la adultez. Revisemos: estoy casada hace año y medio, pero aún no tengo hijos, supongo que eso me pone en desventaja con mis amigas que ya llevan casi diez años de matrimonio, tres hijos, casa propia, dos autos y un perro. Tengo una profesión que no ejerzo y entré a una segunda de la mano de un magnífico maestro, que luego dejé de lado (a la profesión, no al maestro) para seguir una vocación profunda que por fin encontré después de los 25. (Benditos los de ustedes que siempre supieron qué era lo que querían hacer con su vida, gran ahorro de tiempo, energía y salud mental).

Hoy por hoy veo una relación de causa y efecto en todas las cosas del mundo y la vida, estoy consciente de que hay mucho más de lo que ven los ojos y que la intuición es una consejera muy certera. Perdí en el camino la relación íntima con una Iglesia que no satisfizo mis expectativas pero me mantengo asida a una fe en Dios que me da la confianza suficiente para dar cualquier salto sin miedo y para no enloquecer ante tanta injusticia y disparate de este mundo.

He amado varias veces con la sinceridad y entrega que correspondía a ese momento específico de mi vida. Amo al hombre que escogí como compañero del camino y me siento amada con igual sorpresa. Tengo una almohada de plumas que me acompaña desde la niñez y que no la presto a nadie (pregúntenle a Pepe). Tengo varios muertos queridos que me dejaron más de una vez con el nudo de las palabras no dichas: un primo, una amiga, un padre, una vecina, un tío.

Sonrío igual que siempre, lloro un poco más que antes, me cuesta menos hablar de mi misma y mis angustias. Ya no me creo más inteligente que el resto ni menos afortunada. Aún pierdo la compostura dietética por helados, chocolates, tortas, pastas. Todavía me hacen feliz los algodones de azúcar, las manzanas acarameladas y persigo, igual que mi mami, a las vendedoras de espumilla por la calle (Ella les llama “babitas”). Cada recuerdo tiene su sabor, su lugar y su olor. Cuando me siento mal, vuelvo en sueños a mis lugares felices: Ballenita y el colegio.

Puedo morirme mañana, como el primer día. No le tengo miedo a la muerte, porque confío en que tendré los días justos para cumplir la misión de mi vida, por misteriosa o fugaz que sea. Quizá esto cambie cuando tenga hijos y ellos me anclen con más fuerza a la vida. Deseé mi muerte alguna vez, durante una temporada muy oscura y silenciosa pero no me atreví a actuar al respecto.

Miope de toda la vida, me encanta ver los árboles de Navidad sin lentes, para apreciar los foquitos desenfocados que mezclan sus colores en una danza de burbujas. Conservo como amuletos a las amigas que cada etapa de la vida me ha regalado y cuido con amor a los pocos amigos que se han atrevido conmigo a desafiar el mito de la amistad entre un hombre y una mujer.

Me sigue atrayendo el mar como un imán, aunque los años me hayan enseñado a mantener la compostura y ya no me lance corriendo hacia él con todo y ropa apenas se detiene el carro. (Pobre de mi abuelo, que tenía que correr tras una servidora que era una pulga de cinco años y dar él también con todo al agua). Pero eso si, me gusta flotar, nadar, bucear, jugar, hasta que los dedos me quedan como pasas. Añoro una temporada de sol, arena y mar y de tener la nariz quemada sobre quemada, la única vez que muté mi color blanquecino rosáceo por un suave dorado y que me gané las setecientas cincuenta y cuatro pecas que adornan mi espalda. (Si lo dudan, pueden contarlas).

¿Basta para ser adulta? ¿Sirve para aún ser joven? Hay algo que si sé: aún sueño, aún siento que hay mucho camino por delante, sé que lo mejor aún está por venir.

lunes, 21 de mayo de 2001

Belleza

Viernes pasado, siete de la noche. Dos mujeres están sentadas en una silla ajustable, con unas capas de plástico sobre los hombros. El cabello mojado, quizá recién cortado, quizá recién pintado. Dos mujeres están de pie detrás de ellas, uniformadas de pantalón azul y blusa beige, se dedican a la tarea de estirar esos cabellos, los cepillan, les apuntan con el aire caliente que sale de un secador que debe haber estado encendido toda la tarde. Una de las clientes tiene el cabello castaño, quizá de tono artificial, con unos rizos que yo, con mis lacios obstinados, envidio. Ella no, ella los quiere tan lacios como los míos. Y por eso se aguanta el jaloneo de los cepillos y los fogonazos del secador que cocinan las orejas.

Fines de enero. Estamos en el “Isoform center”, una especie de gimnasio. Digo especie porque allí no se salta como títeres desgonzados, ni se suda como estibador portuario. Aquí una se acuesta elegantemente en unas “mesas tonificadoras”, un mecanismo de motores y partes móviles, destinadas cada una a ejercitar y masajear una parte determinada del cuerpo. Hay la máquina que bate las gelatinas de caderas y cintura en un movimiento constante, la que mueve las piernas en paso de tijera, boca arriba y luego boca abajo, está la que mueve la cintura de acá para allá, de allá para acá y claro, la que levanta las piernas para forzar los abdominales durante eternos ocho minutos. Las siete tablas se acomodan en un espacio reducido, demasiado contiguo. Uno se enfrenta de cara a cara con las lonjas batientes de la señora de al lado y el trasero perfecto de la peladita pendeja que tiene el atrevimiento de creerse gorda. La dignidad se queda esperando en el umbral de la puerta.

Mientras yo me dirijo al vestidor para que una empleada bajita y con nada de escultural me tome las medidas y registre el peso, Blanquita, la dueña, aprovecha el momento de soledad para elogiar mi belleza y recriminarle a Mercurio que por qué “me dejó engordar de esta manera”. Doble indignación: me ha señalado como una obra maestra “deformada” por descuido de su “dueño”. Yo: antiestética y desobediente. Mercurio: indolente y débil de carácter para “impedir” que su consorte tome más alimentos de los que necesita para sobrevivir, incapaz de recriminarla o menospreciarla para “estimularla” a cumplir con su obligación de la belleza. O al menos para hacerla sentirse culpable.

Algún día de algún mes entre 1990 y 1994. Mis años de universidad. Mi amiga Isabel, siempre ingeniosa, sentenció entonces que lo que nos pasaba era que habíamos nacido en la época incorrecta. “Somos mujeres del Renacimiento”, sentenció. Nada más cierto, basta con ver a las bellísimas “Tres gracias” de Rubens, redondeadas, adiposas y celulíticas. Esas gorditas desnudas y felices son un festejo a la buena vida, sonrosadas, alegres, bien comidas, fuertes. Nada tienen que ver con los esqueletitos tristes que “adornan” las portadas de revistas, las pasarelas y los programas de televisión.

Ayer vi un reportaje sobre Marilyn Monroe, una mujer que supo aprovechar su era. Hoy en día no encontraría trabajo en ninguna parte y tendría que someterse a dietas tortuosas y ejercicios interminables para dominar sus osadas y tan hermosas curvas. Hay que aceptarlo: Marilyn era caderona y tenía un gracioso asomo de pancita que seguramente no lograba contener el corsé que obviamente usaba para marcarse así la cintura y elevarse los pechos a esas alturas astronómicas. Eran otras épocas. La belleza se medía con grados y no con milímetros.

Parece que toda la moda está en contra de las curvaturas y busca humillarnos con sus cortes rectos, diseñados para las chicas de nalgas planas y torsos sin sobresaltos que tanto abundan en estas tierras. Hay que ver que es verdad que uno puede notar a una mujer costeña con solo verle el trasero, la cintura y las caderas. Y claro, todo eso se refleja en la forma de caminar que nos delata porque nos movemos entre los límites de nuestros amplios paréntesis. Las mujeres de acá tan solo caminan, un pie delante del otro, porque no tienen bordes hacia donde contornearse. Pero he aquí la ironía de los tiempos: solo ellas se logran meter sin angustias en los breves jeans que cuelgan de los percheros de las tiendas.

Alguien me dijo una vez que los ideales de belleza se relacionan, por elemental instinto de conservación de la especie (es decir, fines reproductivos) con las concepciones de salud. Los machos buscan una hembra saludable, que pueda llevar con éxito su carga genética. Las gorditas de Rubens son la imagen de lo que se consideraba sano en su época: mujeres fuertes, listas para parir y criar muchos hijos. Hoy en día la gordura es casi una sentencia de muerte. En ese sentido, se supone que las flacuchentas son mujeres que se preocupan de tener una alimentación balanceada, mesurada, sana, que se ejercitan y evitan las horribles tentaciones de la grasa y el dulce. ¿Hasta dónde es eso verdad?

Hace menos de dos semanas, el concurso de Miss Universo, algo que muy poca gente toma en serio, vuelve a llamar la atención mundial con un argumento hipócrita: la belleza natural versus la artificial. ¿Se nace o se hace? Miss Brasil declara con absoluta sinceridad que tiene 18 cirugías plásticas. Una suma de pequeños retoques, de mínimos arreglos para esculpir lo que la naturaleza evidentemente si le dio. ¡¡¡Horror!!!! Surgieron los golpes de pecho de los organizadores, las declaraciones insidiosas de las otras concursantes que se esforzaron en destacar que ELLAS SI eran naturales. Nada nos dijeron de los buenos oficios del maquillaje, del tinte, el corte de pelo y el peinado. ¿Qué de los rellenos y postizos, de las medias y las fajas? Si querían naturalidad todas debieron salir sin gota de pintura y con el pelo lavado y secado al viento.

¿Hay pecado en destacar con los recursos disponibles lo que la genética nos colocó en el cuerpo? Acaso me van a decir que mis ojos son menos verdes porque me depilo las cejas y las destaco con un lápiz de color y porque luego me pinto una línea alrededor de los párpados y me rizo estas pestañas que a Dios se le ocurrió ponerme tan rectas --“pestañas de burro”, me dijo una vez una amiga. ¿Peco porque me cubro un grano con corrector o disimulo las “chapudeces” que me han surgido en la cara con unos polvitos claros? (Para los que no saben, uno se pone chapudo con la altura y el frío, es decir, la cara se enrojece en la nariz y las mejillas, lo que le da una apariencia de quien bebió de más o tiene una virulenta reacción alérgica. Nada bueno, a menos que uno sea una alemana de piel blanquísima que agradece tener, por fin, un poco de color en la cara).

Grave contradicción esta de la belleza. Por un lado nos piden sacrificios antinaturales para ajustarnos a los disparatados estándares de moda (dietas, cirugías, ejercicios, fajas modeladoras, calzones levanta-cola, wonderbras) pero por otro nos exigen que seamos naturales, auténticas como las florecillas silvestres. Todos hemos visto una nariz prestada en una cara que combinaba mejor con la original, pelos teñidos de un color que no solo no es creíble sino que le da a la piel un tono indeseable. Pero claro, todas hemos deseado los churritos adorables, la nariz distinguida y la sonrisa amplia y de dientes blanquísimos de Julia Roberts (Julita, para mi amiga Lú, que de paso sí se parece a ella (la muy...)). Claro, con el cuerpo imposible de Jennifer López, que está reivindicando la existencia y subsistencia de las curvas. Hay que entender, sin embargo, que la chica tiene sangre latina (de ahí el trasero) y es bailarina (de ahí los músculos y la fuerza). Un poco tarde para que me meta al Bolshoi, ¿verdad?

El que lo resumió todo con una frase iluminada fue Pedro Almodóvar, en “Todo sobre mi madre”: “Una es más auténtica cuando más se parece a lo que ha soñado de si misma”. ¿Recuerdan quien la recitó ante la cámara? No fueron ni Penélope Cruz, ni Cecilia Roth, dos ejemplos de la belleza de dos edades distintas. Fue la Agrado: un transexual igual a hombre que transmuta sus formas rudas por la sutileza femenina.

Claro que me sueño esbelta y fuerte como Madonna, con largos cabellos rojos volando al viento como una Nicole Kidman criolla, como dice la canción, enfundada en un bi-ki-ni de lu-na-res ama-ri-llos, la piel bronceada, firme y tersa como dicta el comercial de Vasenol. Y me imagino congelada así, intocada por el paso del tiempo y las leyes de la gravedad. ¿Cuánto estoy dispuesta a pagar por esa imagen? Cuatro mil por la lipoescultura, mil en la nutricionista, unos trescientos en gimnasio, tal vez doscientos en tratamientos faciales y capilares... y privarme del gusto de unos cremosos espaguetis carbonara, un banana split rebosante de salsa de chocolate. ¿Me convertiría en una de esas niñitas que desprecian la comida como a la sarna, que dejan los platos casi sin tocar, que a fuerza de pollo hervido no le encuentran gusto a nada? ¿Y qué me dicen del estrés de las visitas a la balanza, el horror por la primera arruga, el espanto de las estrías que algún día me marcarán el vientre?

Mejor me quedo como estoy. Al fin y al cabo, no compito para reina de belleza ni para talento de televisión. Apenas aspiro a ser mujer, hembra de la especie humana.

lunes, 23 de abril de 2001

Amigas

Doy gracias a la vida por ser mujer y por tener amigas. No hay mejor experiencia en el mundo que la amistad entre mujeres. Los hombres no entienden (y por eso no saben lo que se pierden) el intercambio de ideas, experiencias, emociones e información que se produce cada vez que dos o más mujeres se encuentran.

Es ejercicio para el alma, alimento para la mente, alivio para el corazón... Se pueden compartir los trozos más destacados de una vida en minutos o cubrir todo lo humano y lo divino en horas de plática. A más de hablar de lo más trivial y lo más profundo, nos reímos del mundo, compartimos la mesa, desnudamos las angustias, lloramos las penas. Es una comunicación especial, una conexión de todo el ser.

Los hombres no lo entienden. En su esquema práctico de la vida y las relaciones no caben estas sesiones amistosas, en las que se habla mucho, aunque se concluya poco. Nosotras no buscamos soluciones sino comprensión, y siempre le concedemos a la vida el sentido mágico que sabemos que tiene. Sin embargo, nos buscan cuando necesitan consuelo y un buen par de oídos entrenados no para calificar sino para aceptar.

Una amistad entre hombres me parece una cosa curiosa. Espero que alguno de ustedes pueda explicármela. De lo que he visto, la presencia física cuenta más que las palabras, que llegan después de una prolongada sesión de hacer “algo”: ver una película, jugar cartas, ir de compras, comer o beber... Parece que para ellos la intimidad llega después de compartir una actividad que los ponga en sintonía. Entonces viene la confidencia, el pedido de un consejo o de algún tipo de ayuda.

Una mujer encuentra sus propias respuestas durante la conversación. Es como si al momento de escucharnos contar los problemas y explicar las emociones, aquellos se volvieran reales y menores, estas se despojaran de mentiras y misterios...

Las amigas son el referente más certero de nuestra vida. Son tus biógrafas más despiadadas, nunca te dejan pasar una mentira piadosa y las muy desgraciadas se acuerdan de aquel detalle embarazoso que deliberadamente habías borrado de tu memoria. Por eso, más vale asegurarse de que las depositarias de esta información no tiendan a la exageración y la fantasía... y que tengan el buen gusto de no hacerte quedar mal delante de aquellos con los que mejor te quieres mostrar!!!

Son el espejo más claro y más justo. Te miran con amor y compasión y por ello no te permiten que te castigues demasiado con tus defectos pero son las primeras en detectar las mentiras que intentas contarle al mundo y a ti misma... y en lanzártelas a la cara!! Así te sostienen en el camino, te mantienen equilibrada y honesta, te recuerdan los días felices y te hacen olvidar los más tristes. Son las que te dicen con cariño y sinceridad cuando estás guapa y callan en público cuando no te ves tan bien como ellas saben que puedes lucir.

Yo tengo amigas con las que no mantengo un contacto constante, pero una llamada basta para reconectar el afecto y reanudar una conversación suspendida en el tiempo. Con cada una comparto algo distinto, representan un momento de mi vida y me llenan el corazón de diversas formas. Junto a ustedes he encontrado la vitalidad, la alegría, la sabiduría, la ironía, la espiritualidad, la generosidad, la disciplina, la sinceridad, la creatividad y hasta la paz. Puras cualidades en femenino.

¿Tienes una amiga? Escríbele un mail o llámala, separen un largo tiempo a solas para tomar un café o un desayuno sazonado con una charla deliciosa. Y disfruten ese regalo, gocen como enanas, hagan travesuras, compartan algo que las unió desde el principio. Y si esa amiga soy yo, escríbeme ahora, cuéntame tu experiencia de amistad, háblame de lo que representan tus amigas en tu vida y dime con quiénes tienes esa conexión única y especial. Celebremos el regalo.

sábado, 24 de marzo de 2001

Pasión

Una palabra con muchos sentidos es, ciertamente, la palabra pasión. No solo porque sus significados pueden ser múltiples, de acuerdo a la aplicación, sino porque se relaciona, precisamente, con todos los sentidos.

Ayer conocí a una mujer apasionada. Una doctora en medicina especializada en homeopatía, cuyo camino la llevó hasta una visión profunda y apasionada de la nutrición. Ella habla de la comida como un poder, un resorte que mueve afectos y restaura la salud, que transmite sentimientos, recuerdos, pasado. (Eso es, en si mismo, tema para volúmenes enteros) Pero lo más impresionante de su discurso no es su contenido, sino la pasión con que lo comunica, el brillo en los ojos, la sonrisa amplia.

La pasión de vida, que muchos llaman vocación, es una fuerza telúrica que nos mueve, nos da sentido, nos entrega identidad. Es fuente de propósito, la energía que nos permite exigirnos un paso más, el empujón para dar un salto al vacío, emprender un cambio radical o sumergirnos en nuevos retos y conocimientos.

Conozco mucha gente apasionada y he visto varias veces el despertar de esas pasiones en muchos de ustedes. Espero presenciar y disfrutar esa experiencia con el resto de ustedes. Benditos sean los que encontraron esa línea desde muy jóvenes e hicieron que coincida con la profesión para la que se formaron y recorren hasta hoy en día. Entre ellos están mi mamá, maestra de nacimiento, mi maestro de periodismo, periodista hasta la médula, o un compañero de la universidad, para el que los sistemas informáticos son el motor que calma su hiperactividad incesante.

Pero la mayoría de nosotros, debido a las presiones del estrecho pasaje que hay entre el fin del colegio y el inicio de la universidad y la mentirosa y superficial “orientación vocacional”, nos metimos en cosas que no respondían al sentido que llevábamos dentro, pero que no nos atrevimos o no se nos ocurrió explorar. Pero la vida generosa nos presentó la oportunidad perfecta para rectificar que supimos aprovechar, sin miedo. Así, conozco un editor de revistas que encontró su pasión en la enseñanza de la lógica y la filosofía, una zootecnista que ahora estudia administración turística, una decoradora que se abre camino en el mundo del mercadeo y una experta en organización y métodos que descubrió el poder curativo de sus manos a través del reiki.

También hay los que dividen su alma y su vida entre varios amores. Ahí está el dentista con alma de artesano, la jefe de sistemas navieros con corazón de poeta, la animadora de televisión que pinta cuadros de ensueño, las dos reporteras reposteras y el economista con madera de líder político. Para ellos la línea de equilibrio se vuelve delgada y el malabarismo se puede volver incómodo, exigente. Quizá algún día decidan dar el salto o mantengan esas habilidades como hobbies, actividades marginales que les proporcionan gran satisfacción, alivio espiritual o ingresos adicionales.

¿Qué es la vida sin pasión? Es un recorrido aburrido, sin emociones, sin victorias. Es una sucesión de días, de horarios y cronogramas, de quincenas y fines de meses, de prostituirse por un empleo que no se ama. Es un anhelo insatisfecho, unos ojos apagados, un dolor indefinido, una tendencia a la amargura, a la soledad, a la queja de todo, al puritanismo, a la envidia, a la autodestrucción. Y lo peor de todo, es el desperdicio de las más exquisitas capacidades, es una vida con un destino truncado por el miedo. Un crimen contra el espíritu que todos deberíamos evitar que se cometa en otros y en nosotros mismos. ¿Cuál es tu pasión? ¿Qué has hecho para seguirla donde el corazón te lleve?

A propósito, le pido prestado a Susana Tamaro, el fragmento final de su novela “Donde el corazón te lleve” que lo resume todo de una manera bella y poderosa:

“Y cuando frente a ti se abran muchos caminos y no sepas cuál tomar, no elijas uno al azar, siéntate y espera. Respira con la profundidad confiada con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin dejarte distraer por nada, espera y vuelve a esperar. Quédate quieta, en silencio y escucha a tu corazón. Cuando te hable, levántate y marcha hacia donde él te lleve”.

jueves, 8 de marzo de 2001

Mujeres sin memoria

Hace algún tiempo que tengo un pequeño conflicto acerca de esta fecha, 8 de marzo, día internacional de la Mujer. ¿Por qué tiene que haber un día dedicado a las mujeres? El sabor que me da es el de un reconocimiento a una minoría (¿?), casi como el pretexto para un reclamo de igualdad que muchas veces no reconozco como mío.

Yo, al igual que la mayoría de ustedes, pertenezco a una generación de mujeres que nacimos y crecimos libres del impedimento mental de pertenecer a un género “inferior”. Mi experiencia de vida me ha llevado muy pocas veces a enfrentar algún tipo de discriminación debido a mi condición de mujer. A excepción de los pocos hombres que no consienten ver a una “frágil damisela” cargando cartones y computadoras de un lado para el otro, casi nunca he recibido por respuesta un “no, usted es mujer”. (Y curiosamente, en esas pocas ocasiones las palabras han venido de otra mujer). Mi caso es además peculiar: nacida y criada en una casa de mujeres --donde ellas traían el pan a la mesa e impartían la disciplina--, nunca aprendí la supuesta obediencia natural al hombre.

Sin embargo, caminamos por los senderos que otras regaron con lágrimas y sangre. Aquellas que se resistieron a la idea de ser apenas una propiedad del hombre, sin derecho a opinar, votar y tener propiedades. Aquellas que se rebelaron ante las barreras de las carreras, deportes y cargos “solo para hombres”. Esas que reivindicaron su derecho a acceder al conocimiento sin necesidad de ser cortesanas o monjas. Imaginen por un instante un mundo en el que la única forma de aprender a leer y escribir era abrazar una vocación religiosa de la que no estabas muy convencida. Un mundo en el que todas las actividades de tu vida las dicte únicamente el hombre, dueño absoluto del poder, del saber y del hacer.

Ese mundo de negación coexiste hoy en día con el nuestro de igualdad, allí están las mujeres de Afganistán. Esas que mueren por la prohibición de que un médico (hombre) las toque, esas que se suicidan cuando enviudan porque ni siquiera se les permite trabajar para su propio sustento, esas que viven encarceladas bajo un manto negro que esconde esa escoria que es su cuerpo. Pero sobreviven.

Esas mujeres están allí para recordarnos que el camino aún no está terminado y que ellas son apenas un caso extremo de una sociedad fanática. Y lejano. Más cerca están las mujeres pobres, las que pertenecen a las minorías étnicas del mundo (las más pobres entre los pobres), para las que la vida es una sucesión de puertas cerradas, un peligro constante. Son las que maldicen el hecho de haber nacido mujeres, las que soportan en su propia carne todas las vergüenzas y todo el desprecio de los que deberían ser sus compañeros y no sus verdugos. Este día es para ellas, no para nosotras. O más bien, para que nosotras no nos olvidemos de ellas y de todas las que vinieron detrás. Así este día se convierte en un día para la memoria, una memoria dolorosa, un recordatorio de que los privilegios que nos parecen tan normales, alguien más los ganó para nosotras y nuestras hijas.

Cueritos al sol

Frente al cuento de la igualdad, aparece ahora un nuevo juego de contradicciones. Una discoteca quiteña ha organizado un agasajo “para las mujeres en su día”: un espectáculo de stip-tease masculino, un show que se repite todos los miércoles en un bar de moda y que se publicita con toda naturalidad en la radio con una música sugestiva y bajo el eslogan de “solo para tus ojos”.

Es curioso. ¿Por qué no hay tal promoción de los espectáculos similares dirigidos al público masculino? Esos shows, en cambio, se consideran inmorales, indignos, sucios. ¿Dónde está la diferencia? Acaso estamos frente a una manifestación extraña de la famosa doble moral o será parte de aquella visión inocentona de los mecanismos sexuales de las mujeres que dicta que nosotras no concretamos un encuentro o consentimos una excitación ante la exhibición de los atributos de estos muchachos musculosos, insinuantes y dispuestos. La contraparte para los machos de la especie señala, en cambio, que los hombres estarían más inclinados, casi obligados, a consumar sus deseos (Claro está, siempre que cuenten con el dinero para pagarlos).

Así, la asistencia de un grupo de chicas a una de estas presentaciones es algo que se planifica abiertamente y se comenta en la oficina, la universidad o la casa, mientras que la misma actividad para los caballeros representa una “escapada” que se disfraza con excusas trilladas o se reserva para las infames despedidas de soltero.

¿Qué es lo que no encaja en este cuadro? ¿Qué es lo que me estorba de estas actividades? La pura verdad es que no lo sé. Aclaro que aún no he asistido a uno de estos shows (y nótese que pongo aún), y no sé si me diviertan o aburran. Creo que más que los bíceps inflados y los hilos dentales lo que más me fascinaría experimentar es ese ambiente de grupo de mujeres traviesas, cómplices de lo prohibido.

¿Será esta una expresión un poco desviada de la liberación femenina? Para las feministas que se quejan de todo lo que huela a concurso de belleza o a “explotación de la figura femenina” (e.g.: los bamboleantes traseros televisivos) quizá sea una especie de justicia poética: la carne en el asador ahora es la de ellos. Y nosotras estamos allí para disfrutarla y reclamar nuestra porción de morbosidad del monopolio de los hombres.

Creo que no me interesa esa cuota de igualdad. Al fin y al cabo no me va la igualdad extrema. Soy mujer y quiero que me traten y me vean como una, siempre y cuando me reconozcan y respeten mi condición de ser humano.

miércoles, 21 de febrero de 2001

Otilia y Daniel

Otilia no mide más de un metro de estatura. Los años y el sol han dejado surcos en su piel morena. El cabello le nace blanco en la frente y al final de la rosca que siempre se agarra en la parte de atrás de su cabecita se torna amarillo. Hoy la fuimos a visitar y la encontramos asomada en su ventana, conversando con una vecina. La visión del carro de mi mamá le pinta una sonrisa amplia, se apea de su balconcito y se dirige hacia la puerta de madera revestida con zinc, con una cerradura antigua y frágil. Nada tienen que atesorar, por eso no se esfuerzan en proteger la entrada a su humilde casa.

Desde la otra ventana también nos ha visto Daniel, un metro setenta, delgado, también moreno, de ojos caídos. Lleva una camiseta negra, un poco raída, y su pantalón café, limpio y bien planchado, no logra ocultar las puntadas del zurcido. Llegan juntos a la puerta para recibirnos. El encuentro se produce entre abrazos. Ella está radiante, con una falda blanca con pliegues y encaje, una blusa de tela floreada, aretes largos con bolitas de colores.

Los conocemos de toda la vida. Ella me cuenta una vez más cuando “don César me traía a Teresita que apenas daba pasitos”. Mis abuelos vivían a media cuadra de su casa y compartieron las dificultades de emprender la vida en medio del suburbio, cuando por allí aún pasaban esteros, las calles eran de tierra y cada familia se esforzaba por construir su hogar en esos sitios. Muchas veces me quedé a su cuidado, fascinada de poder acompañar a don Daniel en su pequeña tiendita, colocada frente a la ventana y separada de su cuarto con un tabique de madera. Allí tenía de todo: jabones, papel de regalo, colas, vinchas, esmaltes, canicas, bolitas de caucho (de esas para jugar macatetas), borradores... uf!! Todo un mundo mágico para mis siete años.

Vivieron muchas dificultades, sobre todo por la afición de él a la bebida. No tuvieron hijos pero se mantuvieron juntos y dieron la mano y el corazón a muchos de su familia, sobrinos, ahijados, vecinos que ahora les agradecen y ven por ellos en su vejez de pobres. Con los años él se alejó del alcohol, para alivio de ella, así que la vida en estos años les transcurre con calma, confiados en Dios y en la bondad de los que los quieren.

Pero había una sola cosa que manchaba de tristeza los ojitos dulces de la señora Otilia: nunca se casaron por la iglesia. El no había querido realizar esa ceremonia y así pasaron 61 años de unión libre sin lograr convencerlo. Ella siempre iba a misa como una invitada a fiesta ajena, sin poder participar de la comunión, su mayor anhelo.

Un ángel le cumplió su mayor deseo este pasado enero. Un sobrino de don Daniel, que vive en los Estados Unidos, vino decidido a casar a sus tíos. Para sorpresa de todos, él aceptó. A la ceremonia asistieron los amigos y familiares más cercanos. La novia vistió un vestido verde claro, con un ramito de rosas rojas. El novio estaba muy elegante con un pantalón negro nuevo y una camisa blanca de mangas largas. La fiesta fue íntima, sencilla y alegre. Los invitados hicieron bulla de la iglesia a la casa, los novios bailaron un vals y la feliz novia, con toda la fuerza de sus noventa años, lanzó su ramo a las solteras.

Hoy ella me enseño un papel con un escrito de su puño y letra, que sacó de su libro de oraciones. “Yo, María Otilia Silva, en el año 84 me entregué a Dios y me dediqué a vivir de acuerdo a su ley pero lloro en silencio no cumplir con su sacramento”, está escrito con pluma negra en la parte superior del retazo de una hoja de cuaderno. Más abajo, con tinta azul, ella ha escrito: “el 6 de enero del 2001 se cumplió mi deseo, qué lindo día de Reyes”. Con la cara más sencillamente alegre del mundo me dice que este pequeño milagro le ha devuelto la salud y la energía. Entonces baja la voz para contarnos que él está más calmado, “ya no se pone bravo ni me reta como a hija”.

Si pasan alguna vez por Carchi y 4 de Noviembre, en la segunda casa de la vereda derecha verán asomar una cabecita blanca en una ventana y unos ojos tristones por otra: son Otilia y Daniel, los novios más importantes de este año. Si se animan, bajénse a felicitarlos por su matrimonio. Solo les dicen que van de mi parte.

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Voy manejando de vuelta a la casa. Las gafas de sol ocultan las lágrimas que se agolparon en mis pupilas mientras leía esa nota hermosa, nacida del corazón puro de una mujer sencilla. Yo llevo un año y medio de unión civil, ¿qué es lo que nos hace falta para la tan anunciada boda eclesiástica? No es dinero ni tiempo porque esos son detalles menores: apenas es voluntad.

Hace un año alguien me cuestionó que por qué debo cumplir con el rito de una religión que hace tiempo no practico. No sé. Pero les confieso que hay algo que me estremece cada vez que entro en una iglesia. Extraño lo que sentía durante mi etapa de catolicismo bien vivido. Creo en Dios y esta es la forma en la que me enseñaron a cumplir sus enseñanzas. Tal vez sea hora de volver a casa.

jueves, 8 de febrero de 2001

Tristeza

Esta semana tenía muchas cosas en mente para escribir, cosas alegres, burlonas, como para contrastar con el tono un poco agridulce de la semana pasada. Pero la vida nos marca otros caminos, así, sorpresiva y dolorosamente.

Ayer, 7 de febrero de 2001, cerró sus ojos por última vez mi tío favorito, Emilio Bravo. Era el hermano menor de mi abuelo y el más cercano a mi casa y mi corazón. El reloj de su corazón se detuvo por la tarde, dejando a todos los que lo conocimos y amamos con la boca abierta y el alma adolorida.

Desde muy joven, para huir de una novia que lo quería “capturar”, se fue a vivir a Colombia, precisamente a Cali, donde se dejó atrapar por una caleña hermosa. Trabajó casi toda su vida como fotógrafo de prensa, en especial, de crónica roja. Apenas hace dos años pude comprender su oficio, su vida y sus silencios. Mis compañeros del periódico me enseñaron a conocerlo, me permitieron verlo reflejado en ellos, con su maleta siempre muy pesada al hombro, callados, observadores. Cuando se lo comenté me contó, por primera vez, algunos de los horrores que había visto, enfrentando la cara de la muerte y de la maldad humana muchas veces, quizá demasiadas.

Pero era un hombre dulce, de afectos calmados, con la palabra precisa para el momento justo, la sonrisa siempre amplia, y el estilo de caminar que lo ligaba con todos sus hermanos... ese paso con las puntas de los pies hacia fuera, la cadera relajada y el cuerpo un poquito hacia atrás, el caminado de los Bravitos. Le gustaban las plantas y los animales que tenía en su finca, un pedazo de tierra bien cuidado en las afueras de Cali, justo donde los guerrilleros capturaron a un grupo de gente en los restaurantes campestres hace pocos meses.

Desde que tengo memoria lo vi al volante de un Renault viejito, su “pichirilo”. Aunque tenía el dinero suficiente para cambiarlo, se negaba a hacerlo. Era su seguro de protección, parte de su estilo, que se alejaba de la ostentación y el lujo innecesario. Pero eso sí, siempre olía muy rico. Le gustaban los perfumes finos y los usaba por un buen tiempo. Hay un perfume de los de Elizabeth Taylor, que viene en un envase morado, que siempre me traerá su aroma, y el recuerdo de sus estadías en casa de mi mami, cuando ella le cedía su cuarto a su tío querido, su amigo.

Acostumbrado a capturar los instantes de los demás, rara vez salía en las fotos. Frente a mi, tengo ahora una foto de un día feliz: mi graduación de la Espol. Estamos mi abuela, mi mami, él y yo, sonrientes a más no poder. Ese día sentí su orgulloso y su cariño por mi. No pudo estar en mi boda civil, porque había estado aquí apenas un mes antes. “No hay plata para dos viajes tan seguidos”, me dijo, pero me prometió que estaría en la ceremonia eclesiástica. Yo aspiraba a caminar de su brazo por el corredor de la iglesia... como lo hizo un día con Liliana, mi prima querida, el único día en que lo vi salirse del rol de fotógrafo y ponerse en el de padre de la novia más linda del mundo.

El dolor no fue ajeno a su vida. Hace trece años un bus le arrebató de golpe a su precioso hijo menor, Mauricio, de 19 años, y hace unos pocos se divorció del amor de su vida: la tía Ana. Siempre mantuve la esperanza de que la vejez los encontrara de nuevo juntos, apoyándose en el camino hacia el ocaso. Pero el sol se puso primero para él.

Cali jamás será la misma sin él. De su mano conocí Roldanillo y me encontré de frente con la maravillosa obra del maestro Omar Rayo. Las visitas a la casa de María quedarán para siempre en las fotos, sus fotos, unas en blanco y negro, cuando yo era una pulga con colitas, luego con diez, quince años... El siempre tenía un rincón nuevo que mostrar de esa ciudad, que había hecho suya. Era su hogar lejos de su amado Santiago, el pueblito de Bolívar donde nacieron todos, y que yo quería recorrer con él, para que me cuente de nuevo las historias de su mamá Fillico, de mi papi César, de su pobreza, sus trabajos, sus aventuras...

No hay muerte mientras vive la memoria y la fe me dice que su espíritu vivirá para siempre, presente en todas las personas y ambientes que su vida tocó, en tantos a los que ayudó en silencio y en cada uno de los que disfrutamos de su ingenio y su sabiduría y que nos vimos reflejados en esos ojos profundos, rodeados de un mar de cejas oscuras.

Ahora hay un nuevo angelito que conoce mi nombre. Su vida seguirá corriendo por las venas de sus tres hijos y cinco nietos. Descanse en paz, don Emilio.

miércoles, 31 de enero de 2001

Día de sol

Es un día soleado en Quito, de esos que hicieron famoso al cielo quiteño. Azul despejado, salpicado de hilachas de nubes; una luz brillante y clara, que no se detiene ante la horrible mancha de smog que nos cubre, sino que la atraviesa y la aniquila; un calor que permite olvidar que vivimos acunados entre montañas y que fomenta que los hombros y las rodillas, siempre escondidos bajo sacos y pantalones, salgan a relucir, a buscar color. Es, en resumidas cuentas, un día para la alegría, para el optimismo, para la ilusión.

Pero también es un día para la angustia y el miedo. Cientos de personas se albergan hoy en una universidad, agrupados como una amenaza latente. Sin nada que perder ni que ganar, han venido para imprimir en las calles de esta ciudad, para ellos siempre distante y egoísta, el eco de su soledad, su abandono, su resentimiento, su necesidad de reconocimiento y su percepción del poder. Ese poder que ellos ven cada día desperdiciarse en la fuerza de sus brazos, en la resistencia física y moral de su raza. Para ellos, el sol de hoy brilla distinto que para mi. Es el dios sol que ilumina su camino, es un augurio, una señal oculta que solo ellos interpretan y aceptan.

Ayer me los topé de frente cuando regresaba a pie a mi casa. Era un grupo pequeño, una centena, con un alcalde a la cabeza. En un instante reviví las emociones y los temores de los muchos recorridos en que los acompañé, en mi rol de periodista, bajo el rótulo (seudo) protector de “la prensa”. Tras vencer el instinto (suicida) de seguirlos para reportar su avance, recordé sus cuchicheos en quichua, sus consignas en castellano; las actitudes de asombro y diversión de algunos, --normalmente los más jóvenes--, las de resentimiento profundo de otros, --casi siempre, los mayores.

¿Qué será del hombre que me amenazó con una inmensa piedra (demasiado cerca de mi cara) el 20 de enero frente a la escalinata que lleva al Congreso? ¿Habrá vuelto a emprender el largo camino hasta Quito con este levantamiento? ¿Se sentirá poderoso y orgulloso de ser parte de una organización que ellos perciben como fuerte, capaz de paralizar a un país, de poner de rodillas a una nación? ¿Qué siento yo al ser parte de ese mismo, y tan distinto, país, al ser una integrante más de la masa informe de los blanco/mestizos? (Y de algunos otros rótulos que se inventan los académicos para separar a la gente).

Entonces, ¿es un día para el miedo o para la esperanza? Yo decidí esta mañana que era una jornada para la alegría, esa que no consiste en la carcajada boba sino en la sonrisa consciente. Por eso puse un disco de Luis Eduardo Aute que me presta estas palabras de aliento:

“Si aún no soporta el vampiro no verse en su identidad/ si todavía hay quien tenga el horror de ser cómplice del crimen de la verdad/ si aún no han aislado el genoma del clon de la Trinidad/ si todavía es un vals lo que bailan, ingrávidas, las fuerzas de gravedad... / ay, amor, es porque existes, es porque existes, aleluya, aleluya”.

Hay miles de razones para el espanto pero miles más para el encanto. Ese es el credo en el que decido creer en este día. ¿Qué crees tú?