Es miércoles, diez y media de la mañana. El sol brilla sobre un cielo celeste intenso absolutamente despejado, es una típica mañana del verano quiteño. Voy camino al Supermaxi del Mall El Jardín, el campo de batalla. El objetivo: conseguir verduras y frutas frescas con el 20% de descuento de su precio normal. El enemigo: decenas de hombres y mujeres que se agolpan sobre la percha de las cebollas, que festinan la canasta de los tomates y que eliminan del mapa las manos de guineos.
Adivino que el Mercedes 280 SE, muy parecido al que nos llevaba a velocidades estrambóticas hasta Ballenita, que va delante de mí tiene el mismo destino. Ha curvado en las mismas esquinas, se ha detenido con reverencia, igual que yo, frente al gigantesco trailer que bloquea la estrecha calle de acceso lateral al centro comercial. Es un contenedor del supermercado. Allí viajan nuestras presas. En ese auto viajan dos personas, es decir, vienen con refuerzos. (“Tú agarra las naranjillas que yo me dedico a las zanahorias”). Ellas tienen su estrategia, pero yo ya vengo preparada con la mía.
Ayer estuve en el mismo supermercado haciendo compras de despensa: leche, mantequilla, queso, café, mermelada, frijoles negros y tomates italianos enlatados, champú, canguil, cera, aceitunas, alcaparras, gatorade y esa bebida de soya con mora que me supo tan amarga que no me dejó duda alguna de sus poderes medicinales. Pero ni siquiera me acerqué a la sección de las verduras. Esa era la tarea para hoy.
Cuando llego al parqueadero, me encuentro con las primeras evidencias de que el saqueo ha comenzado. Un empacador dispone las últimas fundas en la cajuela del carro, junto a un señor que, triunfante, le entrega la propina. El ha concluido la expedición, la mía está por comenzar.
Encuentro lugar en mi parte favorita del parqueadero, aseguro el carro y me dirijo a la puerta. Junto al ascensor se agolpan seis empacadores con sus respectivos carros vacíos. Ni pensar en subir en ascensor. Sigo de largo, tomo las dos escaleras mecánicas que me separan del primer piso y hago la parada estratégica de rigor en el cajero automático. Estoy usando la tarjeta de Mercurio. Siempre me pregunto qué pensarán los que revisan el vídeo de seguridad cuando me vean a mi, usando la tarjeta de un José, ¿creerán que él es travesti?
Por fin, he llegado al lugar de los hechos. Para evitar la larga caminata hasta el torniquete de entrada que está en el extremo opuesto de la sección legumbres, hago algo que no haría en otras condiciones: me escabullo entre las cajas. Buena decisión: justo frente a mi reposa un carrito vacío, con dos fundas sin usar. Camino con decisión hacía el área deseada, un giro a la izquierda y frente a mi se despliega la tierra prometida. Una docena de personas ya están allí, frente a las frutillas, cerca de los pimientos. Voy derecho hasta el fondo. Primer objetivo localizado: la última funda de albahaca orgánica seleccionada que va a dar directo al fondo del carrito que dejo atrás para abrirme paso sola hacia el perejil y la cebolla blanca. Me toma menos de medio minuto pero para cuando me doy vuelta, el carro ya no está donde lo he dejado y dos señoras con actitud sospechosa ocupan el lugar donde estaba parqueado. Es la percha de las cebollas, perla y colorada.
La acción tiene que ser rápida, no hay tiempo de estar con muchos miramientos ni tocamientos. Nada de darle vuelta dos veces a la cebolla para verificar toda su piel y sus extremos, nada de aplastar mucho los tomates para comprobar que no me estoy llevando unos demasiado maduros, que se pudran de inmediato en el refrigerador. Como conozco el terreno y su disposición, me dirijo a cada sección, escojo, enfundo y me muevo. Sobre todo, para escapar pronto del vaho mareante de la pelucona que, además de un litro de laca, se echó media botella de un perfume que combina mejor con un salón de baile, no con las espinacas con que llena su funda, meneando sus pulseras doradas.
Las fundas son otra historia, están colocadas en rollos ubicados encima de las perchas, en tres lugares estratégicos. Es gracioso ver allí a las señoras bajitas esperar a que alguien más hale el rollo y deje a su alcance un extremo, para disimuladamente, acopiar todas las que necesita. El rollo del área de las frutas tiene truco: es muy difícil darle la vuelta y no se desenrolla con generosidad como los otros.
Me llama la atención la cantidad de hombres que están aquí a estas horas de la mañana, en las que normalmente uno se encuentra solo con “viejas vagas” o con empleadas domésticas del sector que usan al Supermaxi como su tienda de la esquina. Pasan a mi lado un padre y su hijo, ambos entrados en años, que repasan en voz alta el pedido que les hicieron en casa. “¿Hay que llevar cebolla?”, “No, eso si tenían”. Es una versión moderna de la tradición aquella de que son los maridos los que llenan las cocinas con comida. Físicamente. Mi abuela siempre se jactó de que ella no había pisado un mercado hasta que mi abuelo murió. Y tampoco lo ha hecho desde entonces.
Es que, a decir verdad, el supermercado presenta una gran ventaja frente a los mercados: el cliente escoge. No existe la verdulera grosera que no quiere decirte cuánto cuesta la papa y te lanza un grosero “¿va a comprar?”. Ni tampoco la “romana” (balanza) con truco o la canasta que en el fondo tiene periódicos o piedras. No hay que hacerse la simpática con la “caserita” ni tener hasta al ángel de la guarda cuidando el fondo de la cartera, el reloj o la cadena.
Finalmente, llego a la recta final, el espacio de las uvas, junto donde comienza el área de las flores. No es casualidad que hoy también estén allí los más frescos y coloridos ramos de rosas, girasoles, crisantemos y follaje. También hoy disponen una mesa para exhibir los pasteles, muffins y galletas que hace la pastelería del local. Sólo los miércoles he visto carros que se desbordan de comida y provisiones. Porque no solo asisten las amas de casa o los jefes de familia, hay restaurantes que se aprovisionan de cosas frescas en grandes cantidades. Se los reconoce porque llevan demasiado de cada una. Allí está, por ejemplo, los dos carros que se alinean en la caja de al lado: uno está lleno hasta el tope de bandejas de cortes de chancho mientras que el otro alberga cuatro fundas gigantes llenas de una estremecedora colección de patas y menudencias de pollo.
Llega el momento de colocarme en la caja. Es una decisión importante, de la que dependen minutos de aburrimiento y desesperación. Escojo una en la que parece haber solo dos carros, medianamente llenos. Y digo “parece” porque en realidad un carro colocado de manera bastante casual junto al primero de la fila, resulta que si está en la cola. Mejor me cambio. La caja 12 tiene dos carritos, uno que está vaciándose frente a la cajera y otro que está lleno a reventar. Su conductora me pregunta la hora. “Son las once y media”, respondo con una sonrisa simple, ni tan cordial como para que me empiece a contar su vida, ni tan seca como para pasar por grosera o boba. “Tengo una hora y media aquí. Qué bueno que esto solo es de una vez al mes”. Eso explica las tres pastas de dientes, los cuatro quesos, las dos cajas de corn flakes, las incontables bandejas de pollo, los tres Nescafés, uf! Su familia debe ser grande, pienso, y empiezo a temer que me pase lo mismo de la otra vez: el empacador no apareció como por diez minutos y yo no podía poder ni un ramito de cebolla en la caja, porque toda estaba ocupada con las verduras (grandes cantidades de ellas) de un colombiano vestido de blanco con barba y cabello largo, que parecía uno de esos neo hippies que abundan en esta ciudad. Pero no, esta vez es distinto, el empacador actúa veloz, la cajera se mueve con eficiencia y soltura, se ve que no es de esas novatas que se encomiendan al Santísimo cada vez que ingresan el código del pimiento, rogando que no sea el de la alcachofa.
Pero ya he llegado. Menos mal, porque justo me tocó la percha con las revistas nuevas, todas envueltas en plástico, ninguna usada que me sirva para matar la espera. Antes de que me pregunte “¿Tarjeta Supermaxi?”, le entrego el mentado pedacito de plástico y estoy poniendo el producto de mi travesía sobre la banda sinfín que lleva cada producto hasta el borde del lector de códigos de barra cruzado con balanza automática, que desterró a la odiosa tarea de la “pesada”. Qué tal pesadilla sería esta aventura si hubiera que hacer cola hasta para pesar un puñadito de choclo desgranado.
En fin, he triunfado. La operación fue rápida y contundente, sin mayores sobresaltos, con total efectividad. He revivido la emoción de la cacería primitiva, me he movido entre enemigos desafiantes, por territorios inhóspitos para llevar la comida a la cueva. Llevo en mi carrito una papaya hawaiana apenas madura, un racimo de uvas de un magnífico color vino tinto, varias manzanas verdes, una manzana roja (para mi, a Pepe le gustan más las verdes), un paquete de champiñones (es mas barato en funda que en bandeja), un maqueño maduro (para los que no saben, es una variedad de plátano, con consistencia de verde pero con dulce de guineo, riquísimo), un atado de perejil, un ramito de manzanilla, naranjillas, maracuyás, tomates, cebollas, zanahorias, coliflor, brócoli, oritos, frutillas, albahaca, lechuga. Ah! Y una fruta que solo la he encontrado aquí: frambuesas. Son caras, pero dan unos jugos deliciosos, en especial, combinada con naranja, limón y frutilla y una jalea de un fucsia intenso que alegra cualquier triste pancake.
Y ya que es el día de la ensalada, también llevo aceite de oliva y vinagre que se me agotaron haciendo una vinagreta. Eso, junto a otras cosillas que me faltaban, añadió 8,90, iva incluido, a los 8,30 de las legumbres. ¿El ahorro familiar? Un dólar con 96, y para mi, una hora de diversión y observación de los extraños comportamientos de la especie humana ante una poderosa palabra mágica: ¡¡descuentos!!
Adivino que el Mercedes 280 SE, muy parecido al que nos llevaba a velocidades estrambóticas hasta Ballenita, que va delante de mí tiene el mismo destino. Ha curvado en las mismas esquinas, se ha detenido con reverencia, igual que yo, frente al gigantesco trailer que bloquea la estrecha calle de acceso lateral al centro comercial. Es un contenedor del supermercado. Allí viajan nuestras presas. En ese auto viajan dos personas, es decir, vienen con refuerzos. (“Tú agarra las naranjillas que yo me dedico a las zanahorias”). Ellas tienen su estrategia, pero yo ya vengo preparada con la mía.
Ayer estuve en el mismo supermercado haciendo compras de despensa: leche, mantequilla, queso, café, mermelada, frijoles negros y tomates italianos enlatados, champú, canguil, cera, aceitunas, alcaparras, gatorade y esa bebida de soya con mora que me supo tan amarga que no me dejó duda alguna de sus poderes medicinales. Pero ni siquiera me acerqué a la sección de las verduras. Esa era la tarea para hoy.
Cuando llego al parqueadero, me encuentro con las primeras evidencias de que el saqueo ha comenzado. Un empacador dispone las últimas fundas en la cajuela del carro, junto a un señor que, triunfante, le entrega la propina. El ha concluido la expedición, la mía está por comenzar.
Encuentro lugar en mi parte favorita del parqueadero, aseguro el carro y me dirijo a la puerta. Junto al ascensor se agolpan seis empacadores con sus respectivos carros vacíos. Ni pensar en subir en ascensor. Sigo de largo, tomo las dos escaleras mecánicas que me separan del primer piso y hago la parada estratégica de rigor en el cajero automático. Estoy usando la tarjeta de Mercurio. Siempre me pregunto qué pensarán los que revisan el vídeo de seguridad cuando me vean a mi, usando la tarjeta de un José, ¿creerán que él es travesti?
Por fin, he llegado al lugar de los hechos. Para evitar la larga caminata hasta el torniquete de entrada que está en el extremo opuesto de la sección legumbres, hago algo que no haría en otras condiciones: me escabullo entre las cajas. Buena decisión: justo frente a mi reposa un carrito vacío, con dos fundas sin usar. Camino con decisión hacía el área deseada, un giro a la izquierda y frente a mi se despliega la tierra prometida. Una docena de personas ya están allí, frente a las frutillas, cerca de los pimientos. Voy derecho hasta el fondo. Primer objetivo localizado: la última funda de albahaca orgánica seleccionada que va a dar directo al fondo del carrito que dejo atrás para abrirme paso sola hacia el perejil y la cebolla blanca. Me toma menos de medio minuto pero para cuando me doy vuelta, el carro ya no está donde lo he dejado y dos señoras con actitud sospechosa ocupan el lugar donde estaba parqueado. Es la percha de las cebollas, perla y colorada.
La acción tiene que ser rápida, no hay tiempo de estar con muchos miramientos ni tocamientos. Nada de darle vuelta dos veces a la cebolla para verificar toda su piel y sus extremos, nada de aplastar mucho los tomates para comprobar que no me estoy llevando unos demasiado maduros, que se pudran de inmediato en el refrigerador. Como conozco el terreno y su disposición, me dirijo a cada sección, escojo, enfundo y me muevo. Sobre todo, para escapar pronto del vaho mareante de la pelucona que, además de un litro de laca, se echó media botella de un perfume que combina mejor con un salón de baile, no con las espinacas con que llena su funda, meneando sus pulseras doradas.
Las fundas son otra historia, están colocadas en rollos ubicados encima de las perchas, en tres lugares estratégicos. Es gracioso ver allí a las señoras bajitas esperar a que alguien más hale el rollo y deje a su alcance un extremo, para disimuladamente, acopiar todas las que necesita. El rollo del área de las frutas tiene truco: es muy difícil darle la vuelta y no se desenrolla con generosidad como los otros.
Me llama la atención la cantidad de hombres que están aquí a estas horas de la mañana, en las que normalmente uno se encuentra solo con “viejas vagas” o con empleadas domésticas del sector que usan al Supermaxi como su tienda de la esquina. Pasan a mi lado un padre y su hijo, ambos entrados en años, que repasan en voz alta el pedido que les hicieron en casa. “¿Hay que llevar cebolla?”, “No, eso si tenían”. Es una versión moderna de la tradición aquella de que son los maridos los que llenan las cocinas con comida. Físicamente. Mi abuela siempre se jactó de que ella no había pisado un mercado hasta que mi abuelo murió. Y tampoco lo ha hecho desde entonces.
Es que, a decir verdad, el supermercado presenta una gran ventaja frente a los mercados: el cliente escoge. No existe la verdulera grosera que no quiere decirte cuánto cuesta la papa y te lanza un grosero “¿va a comprar?”. Ni tampoco la “romana” (balanza) con truco o la canasta que en el fondo tiene periódicos o piedras. No hay que hacerse la simpática con la “caserita” ni tener hasta al ángel de la guarda cuidando el fondo de la cartera, el reloj o la cadena.
Finalmente, llego a la recta final, el espacio de las uvas, junto donde comienza el área de las flores. No es casualidad que hoy también estén allí los más frescos y coloridos ramos de rosas, girasoles, crisantemos y follaje. También hoy disponen una mesa para exhibir los pasteles, muffins y galletas que hace la pastelería del local. Sólo los miércoles he visto carros que se desbordan de comida y provisiones. Porque no solo asisten las amas de casa o los jefes de familia, hay restaurantes que se aprovisionan de cosas frescas en grandes cantidades. Se los reconoce porque llevan demasiado de cada una. Allí está, por ejemplo, los dos carros que se alinean en la caja de al lado: uno está lleno hasta el tope de bandejas de cortes de chancho mientras que el otro alberga cuatro fundas gigantes llenas de una estremecedora colección de patas y menudencias de pollo.
Llega el momento de colocarme en la caja. Es una decisión importante, de la que dependen minutos de aburrimiento y desesperación. Escojo una en la que parece haber solo dos carros, medianamente llenos. Y digo “parece” porque en realidad un carro colocado de manera bastante casual junto al primero de la fila, resulta que si está en la cola. Mejor me cambio. La caja 12 tiene dos carritos, uno que está vaciándose frente a la cajera y otro que está lleno a reventar. Su conductora me pregunta la hora. “Son las once y media”, respondo con una sonrisa simple, ni tan cordial como para que me empiece a contar su vida, ni tan seca como para pasar por grosera o boba. “Tengo una hora y media aquí. Qué bueno que esto solo es de una vez al mes”. Eso explica las tres pastas de dientes, los cuatro quesos, las dos cajas de corn flakes, las incontables bandejas de pollo, los tres Nescafés, uf! Su familia debe ser grande, pienso, y empiezo a temer que me pase lo mismo de la otra vez: el empacador no apareció como por diez minutos y yo no podía poder ni un ramito de cebolla en la caja, porque toda estaba ocupada con las verduras (grandes cantidades de ellas) de un colombiano vestido de blanco con barba y cabello largo, que parecía uno de esos neo hippies que abundan en esta ciudad. Pero no, esta vez es distinto, el empacador actúa veloz, la cajera se mueve con eficiencia y soltura, se ve que no es de esas novatas que se encomiendan al Santísimo cada vez que ingresan el código del pimiento, rogando que no sea el de la alcachofa.
Pero ya he llegado. Menos mal, porque justo me tocó la percha con las revistas nuevas, todas envueltas en plástico, ninguna usada que me sirva para matar la espera. Antes de que me pregunte “¿Tarjeta Supermaxi?”, le entrego el mentado pedacito de plástico y estoy poniendo el producto de mi travesía sobre la banda sinfín que lleva cada producto hasta el borde del lector de códigos de barra cruzado con balanza automática, que desterró a la odiosa tarea de la “pesada”. Qué tal pesadilla sería esta aventura si hubiera que hacer cola hasta para pesar un puñadito de choclo desgranado.
En fin, he triunfado. La operación fue rápida y contundente, sin mayores sobresaltos, con total efectividad. He revivido la emoción de la cacería primitiva, me he movido entre enemigos desafiantes, por territorios inhóspitos para llevar la comida a la cueva. Llevo en mi carrito una papaya hawaiana apenas madura, un racimo de uvas de un magnífico color vino tinto, varias manzanas verdes, una manzana roja (para mi, a Pepe le gustan más las verdes), un paquete de champiñones (es mas barato en funda que en bandeja), un maqueño maduro (para los que no saben, es una variedad de plátano, con consistencia de verde pero con dulce de guineo, riquísimo), un atado de perejil, un ramito de manzanilla, naranjillas, maracuyás, tomates, cebollas, zanahorias, coliflor, brócoli, oritos, frutillas, albahaca, lechuga. Ah! Y una fruta que solo la he encontrado aquí: frambuesas. Son caras, pero dan unos jugos deliciosos, en especial, combinada con naranja, limón y frutilla y una jalea de un fucsia intenso que alegra cualquier triste pancake.
Y ya que es el día de la ensalada, también llevo aceite de oliva y vinagre que se me agotaron haciendo una vinagreta. Eso, junto a otras cosillas que me faltaban, añadió 8,90, iva incluido, a los 8,30 de las legumbres. ¿El ahorro familiar? Un dólar con 96, y para mi, una hora de diversión y observación de los extraños comportamientos de la especie humana ante una poderosa palabra mágica: ¡¡descuentos!!
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