jueves, 1 de marzo de 2012

A la luz de Drexler

…la luz, el sonido, el olor, la alegría, la anticipación, el deseo, la ansiedad.

Dice la Wikipedia que la palabra abisal se deriva de abismo, lugar profundo y oscuro, y que se llama así a una zona de la profundidad oceánica donde la luz no llega. El Mundo Abisal al que Jorge Drexler nos llevó la noche del domingo 26 de febrero en Quito hace de esa expresión una paradoja: nos llevó a las profundidades pero entre luces resplandecientes.

Como en toda ceremonia, al encuentro le antecedieron los preparativos: escoger el atuendo, apartar el tiempo, sincronizar horarios con los que nos acompañan. Mientras, adentro retumba un latido creciente, una emoción en aumento, la anticipación de realizar un momento soñado en los siete años en que he conocido y atesorado su música, disco a disco, esperando el momento en que las líneas conecten con un punto en el mapa del Ecuador.

El día llega un día más tarde. La función a la que había programado ir era la del sábado, es una molestia momentánea, pero acepto el giro y me agarro de la ilusión del encuentro. Hay que saber fluir, como sugiere Jorge en muchas de sus canciones.

Llegar al Teatro Sucre en domingo es un trámite ligero. Igual lo es caminar por el Centro Histórico bajo la garúa, disimulando el paso acelerado cuando lo que la adolescente interna quiere es salir corriendo para que el milagro inicie pronto. Al llegar, los tiquetes, las fotos de rigor en el mural de la entrada; el momento mágico exige el registro, y si, somos #genteque se toma fotos en el teatro, pero es la primera vez que lo pisamos y con entusiasmo mandamos al diablo al censor interno del kitsch.

Subir escaleras, abrir la puerta del palco y en ese momento averiguar que seré separada de mi hermana, que ellos están en el 2 y nosotros en el 1. La ubicación que luce inconveniente al principio —tercera hilera del palco, no se ven ciertas partes del escenario—, minutos más tarde demostrará ser ideal: pudimos pararnos para ver todo y bailar lo que quisimos.


Pasan minutos eternos, tomamos fotos a la araña, a los adornos del frontispicio del escenario, a la sencilla disposición de dos lámparas redondas y una tercera que parece un diente de león, dos micrófonos, un taburete, un amplificador, agua, papeles, pedales. Todo luce vacío hasta que llegue él a darles sentido con su presencia. El celular casi no tiene pila así que no habrá ocasión para tuitear, fotografiar, grabar. Es mejor así porque la disposición del alma es asimilarlo todo con todos los sentidos.

Primera llamada, y luego la segunda. Se apagan las luces, se proyecta la promoción del concierto. Se rompe el suspenso y una luz se enciende en el costado derecho del escenario. Aparece Drexler en escena vestido de guitarra acústica, tenis, jeans, camisa blanca, chaqueta gris y corbata roja. Los primeros acordes, las primeras palabras de “Hermana duda” –“No tengo a quien rezarle pidiendo luz…”– generan el grito apenas contenido y sin querer queriendo llegan las primeras lágrimas. El ritual se ha iniciado con la purificación de las emociones. “Polvo de estrellas” sigue con su “vale, una vida lo que un sol, vale”, poco a poco las lágrimas comienzan a ser sonrisas y ritmo.

Los intermedios son tan deliciosos como las canciones. Jorge Drexler conversa con música: canta los versos que dedicó a Quito por twitter, “La luz de Quito es tan clara/ que de tan clara, encandila./ Los ojos en la cintura del mundo/ y el corazón/ del ancho de las pupilas."; agradece por “esta noche que no debió existir” y por preferirlo a él antes que al Oscar y hasta improvisa una canción cuando al tomar  la guitarra eléctrica se da cuenta que no emitía sonido alguno. Relata anécdotas de las canciones: la de “Noctiluca” en el Cabo Polonio, los bits de sonido que grabaron los productores en la gira de “Cara B” para recrear los sonidos de “Deseo”.
Hacen acto de aparición, interpretación y desaparición, además, sus acólitos del ritual: Carles Campi con tablet doble pantalla (súper cool), theremin (mega geek) y serrucho (si, serrucho, sonido sublime de violín de metal). Matías Cella tocó el ukelele y la caja de música que le da el toque angelical a “Noctiluca”.

Las emociones siguen in crescendo pero se modulan, el llanto inicial se transforma en gozo, en ligereza. Luego de la purificación llega la comunión y, con ella, el éxtasis con su levedad y su alegría. Cantar las palabras que se conoce con la memoria del corazón, recordar con cada una los momentos que han acompañado y las personas con las que se las ha compartido y sentido. Me las canté todas (menos una, porque era nueva) y me bailé todas las que pude. La vecina de palco se volteaba a mirar de tanto en tanto. Estaba preparada para el pedido de silencio, al que pensaba ignorar pero guardó silencio, su mirada la acompañaba una sonrisa cómplice. Al terminar el concierto me dijo: “¡se las sabía todas, qué fan!”; conversamos de la espera: ella y su marido se quedaron con las entradas compradas en el intento fallido de dos años atrás.


Las canciones vibraron una tras otra, qué más da el orden, su efecto permanece: “Fusión”, “Deseo”, “Mundo abisal”, “Disneylandia”, “Soledad”, “Me haces bien”, “Ganas de ti”, “Antes”, “Guitarra y vos”, “Las transeúntes”, “Que el soneto nos tome por sorpresa”, “Tres hologramas”, “Tres mil millones de latidos”, “Aquellos tiempos”, “Una canción me trajo hasta aquí”, “Eco”, “Sea”, “Don de Fluir”. Al menos una canción de cada disco. La invitada de honor de la noche es “Something”, en homenaje al cumpleaños de George Harrison. Cada una tiene asignado un específico significado personal. Es lo que todos hacemos con la música que amamos: establecemos lazos y recuerdos y así formamos el soundtrack de nuestras vidas, incluso en capas que no se niegan unas a otras aunque parezcan contrapuestas.

Se acerca el final, la inevitable despedida, Jorge escenifica una salida pero todos sabemos que falta aún al menos una canción clave. Aplausos, gritos de “otra”, teatro de pie. Y regresa con “Salvapantallas”, “La trama y el desenlace” y el gran final con “Todo se Transforma”, ley del karma, de la conservación de la energía: “el amor que me darías/ transformado volvería, un día/ a darte las gracias”. Dimos y recibimos amor y luz aquella noche en el Teatro Sucre, y salimos transformados, iluminados y agradecidos. En la profundidad encontramos armonías, luces, palabras repetidas como mantras (“me haces bien, me haces bien, me haces bien”) y al final nos convertimos en aquellas “extrañas criaturas resplandecientes, tan lejos de lo común y lo corriente” y en verdad, al salir, lo único que cabía hacer era “mostrar los dientes”, en amplia sonrisa tras un espléndido viaje por el Mundo Abisal. 

PD: Vean las maravillosas fotos de Fabiola Trujillo (@fabiolatc) aquí.