lunes, 31 de octubre de 2005

Tres años

Cumplimos tres años, ella y nosotros. Ella de haber llegado a esta existencia, a este plano, a esta vida, en la que ella se llama Emilia Lucía y es una encantadora princesa, rubia, flaca, ojos grandes, sonrisa infinita. Yo, de haberme convertido en madre, de ser sustento, cuidadora, ejemplo. Pepe, de ser papá canguro, entregado como nadie, hábil en todas las actividades de bebés y niñas, porque lo único que no ha hecho por ella es lo que la naturaleza me permitía solo a mi.

Ella es vital, un dínamo con piernas largas que parece no agotarse nunca y cargarse de aire, sol y salchichas con tomate. Es una mujer de carácter fuerte, impositiva, malgenio, pero dulce y cariñosa, compasiva con los que lloran, los que están tristes, los que están enojados.

Ella está acostumbrada a dormirse cargada, grave error de nuestra impericia. Ella aún aparece por las noches porque no sabe volver a dormirse sola, se para en mi lado de la cama y se escurre entre las sábanas para amanecer en cama familiar, yo hecha un sánduche de incomodidad porque la señorita se mueve y estira a cada momento; Pepe balanceándose en el borde, empujado por nosotras. Son tres años de no dormir bien, se supone que cuando tienes hijos nunca más dormirás como antes, en total inconsciencia. No, no es solo por tener la responsabilidad de velar por ellos, es porque no TE DEJAN dormir igual.

Ella nos salvó del cinismo, de la comodidad, de la inercia de una vida de adultos. Ella nos ha permitido valorar los momentos en que somos personas, pareja, y no padres. Ella nos distrae, nos trae de vuelta las ilusiones de la infancia, ella, que descubre a cada paso un mundo nuevo. Ella que nos permite volver a ver muñequitos, aprendernos las nuevas canciones, jugar con los nuevos juguetes. Ella es la vida que se renueva, se reinventa y se asombra. No sabíamos en lo que nos metíamos pero estamos felices de haberlo hecho... la mayor parte del tiempo.

Ella nos hace pensar en el tiempo y la permanencia y el legado. En lo que tiene de cada uno, en lo que aprende de cada uno. Ella nos ha hecho temer por primera vez a la partida anticipada, ella nos hace pedir un año más de vida para acompañarla, para proveer para ella sustento, amor, enseñanza. Ella nos hace aferrarnos a la vida, trabajar con alegría, saborear el cansancio cotidiano porque lo paga todo con intereses con un beso inesperado, con sus risas y sus carreras que vibran por toda la casa, con cada aprendizaje, cada avance, cada descubrimiento.

Ella es sonrisas y besos y abrazos locos. Ella es caramelos y helados; leche-teta, canguil y sopitayabóz. Ella es “tequieroyoytuami”. Ella es “Emilia Preciosa” y hoy, en el día de las brujas, los duendes y las hadas, cumple tres años. Nada es casualidad, hoy además, nació otra princesa en España.

martes, 25 de octubre de 2005

Ayer lo vi

Ayer lo vi, parado en una esquina, esperando a su auto blanco, acompañado de dos guardaespaldas. Estaba solo, delgado, envejecido pero bien parado, columna recta, manos sin temblores. Esta viejo, viejo, viejo. Tiene todo el pelo blanco (pero ahí sigue esa melena imposible), las arrugas pronunciadas, la cara un poco desencajada por la pérdida del ojo. Estaba allí, la encarnación de todas nuestras quejas, la personificación de ese poder exagerado que le atribuye el colectivo. El dueño del país, el ex alcalde, el líder vitalicio de ese partido, el ex presidente. Le han dicho el innombrable, el cíclope, el felino. Yo escribí hace (¡Dios!) seis años una de mis crónicas mejor logradas sobre sus ruedas de prensa en la alcaldía, a las que tuve el privilegio de asistir.

No se confundan, desprecio sus actitudes, sus juicios, sus opiniones, sus manipuleos tanto como cualquiera con un poco de inteligencia y esperanza de que mi paisito un día por fin deje de ser un feudo, una Banana Republic (en esa tienda nos deberían descuento a los nativos...). Pero reconozco su importancia, aunque en muchos de sus pasajes sea nefasta, para la historia nacional. Y puedo decir que lo he visto en acción, haciendo Historia. Lo he escuchado lanzar fuego por la boca sobre cualquier tema que cualquiera le pregunte. Y he presenciado su encanto de serpiente, su presencia fuerte, su carisma arrollador.

Ayer lo vi, veníamos hablando de política, lo nombramos varias veces, hablábamos de su opinión rebuscada respecto de la tal Asamblea Constituyente. En la Plaza de la Administración, antes de doblar hacia esa cuadra, donde lo vimos, Pepe lo había comparado con Uribe, como del equipo de los malos. Y yo acababa de decir que Uribe no le llega a los talones en maldad. Y enseguida, allí estaba. Me asusté, me sentí como alguien debe sentir cuando ve al diablo. Como para que nos quede de experiencia que no se debe invocarlo en vano. Uno podría encontrárselo por ahí, parado en una esquina, esperando su auto. Solo. Viejo. Humano.

miércoles, 19 de octubre de 2005

Sentidos

Sentimos con la piel, los ojos, los oídos, la nariz y la lengua. Ellos nos traen el mundo hasta la ventana de nuestra conciencia, nos ayudan a establecer cómo es: a qué sabe, que temperatura tiene, cómo suena, cómo luce. Pero la balanza de los dones, esta muy particular que tiene cinco lados, se nos inclina para unos lados y para otros no.

Mi sentido dominante es el olfato que, dicen los que saben, está muy enredado con la memoria. Y es cierto: un olor me trae de golpe un recuerdo, un lugar, una imagen, una emoción, una sensación, una compañía.

Recuerdo el olor de la casa de Ballenita aún cerrada, la humedad oscura de los cuartos, la frescura del mar al abrir las ventanas, hasta me atrevo a decir que allí se mezcla también el olor de la polilla de los maderos que cubren el espacio entre las ventanas y las telas metálicas. Y con ese olor, me llegan la libertad, la comodidad, la fantasía de esa preciada adolescencia en el “claustro con piscina”, Michelle, Henry, Jaime y yo, en cuarteto insuperable de la temporada de 1988.

Hay olores que son para mi hogar, calor, seguridad. El olor a chimenea y esencia de romero del departamento de Lucía, la magia de una torta de chocolate en el horno, las ollas con agua hirviendo y eucalipto que mi abuela ponía en cada cuarto con las ventanas cerradas una vez al año para desinfectar el ambiente.

El olfato es de los sentidos más animales que tenemos, como ellos, nos reconocemos unos a otros por nuestra fragancia, pura química interna. Tengo el olor fuerte de mi mamá en su almohada, sus ropas, su cama y en contraste; el sutil olor de mi esposo en la pijama que queda bajo su almohada cuando se ha ido de viaje; el olor agridulce de la cabeza sudada de la princesa más parecido al mío que al del papá con quien comparte tantos rasgos similares.

Me encantan los perfumes, los inciensos, los aceites esenciales. Me fascina el olor del ajo en aceite caliente, el de las hierbas, las frutas, los condimentos, las nueces tostadas, el canguil en el microondas. Me gusta la gente que huele solo cuando les das un abrazo apretadito y te llega el golpe de la mezcla única que hacen piel y perfume. Y si, me cambió la vida la novela de Patrick Suskind. Me reafirmó el poder de los aromas y las narices.

Detecto las fugas de gas, las ollas quemadas y los “accidentes” de los pañales mucho antes que el resto. Si, me afectan los malos olores pero, he aquí mi capacidad única: puedo filtrar olores, “cierro” mentalmente la nariz (ojo, sin usar los dedos) y respiro por la boca. Así puedo manejar a una cuadra del carro de la basura, soportar los olores humanos que se sienten en las aglomeraciones y así pude resistir aquel olor a quemado, a flema y sangre.

Voy a incluir aquí en una subcategoría el sentido del gusto porque van amarraditos, por eso, cuando tenemos gripe la comida no sabe porque, para empezar, no huele. Y aunque la finura del paladar es algo que se desarrolla paladeando, algo de práctica tengo en adivinanzas de ingredientes, en cata aficionada de vinos tintos con la experta guía del vecino francés.

El segundo lugar es para el oído pero no al nivel de que puedo detectar si un músico apenas desafinó o se atrasó en el compás ni si el equipo de sonido está mal ecualizado. Nada de sutilezas así. Lo mío va más por el lado de la memoria musical. Reconozco canciones, recuerdo letras, con pocos compases. Y también es una cuestión de tipo más emotivo que con ínfulas de musicóloga. No soy como esos amigos que con escuchar una canción de un grupo X, digamos que Los Beatles, unen a la memoria auditiva el conocimiento de quien tocó que instrumento y en qué estudio se grabó esa versión en particular y si para ese entonces John miraba mal a Paul y Ringo estaba o no con problemas de hemorroides. (¿Acaso han visto esos banquitos de bateristas?).

En empate en el tercer lugar, asigno la vista y el tacto. Pero en una función particular, la de la intuición. Eso, a la interpretación sensorial que nos da ese algo que los ojos registran y la piel percibe. Eso que te hace rechazar a una persona a flor de piel con saludarla una vez o que te permite detectar las frases no dichas, las verdades que la voz oculta pero el lenguaje corporal grita. Eso que te comunica cuando en una pareja hay un desbalance de afectos, por como mira ella, como se abstrae él cuando ella habla, como los cuerpos no ajustan, no se complementan.

Aqui llega, la parte interactiva, la pregunta al viento, el combustible para la cajita de comentarios. Esta vez tengo dos vertientes de preguntas. La primera relacionada con el olfato: ¿A qué hueles? ¿Qué olor te gusta? ¿Hay algún aroma que asocies conmigo?

Esta es la segunda: Ojos, narices, lenguas, pieles, orejas... ¿cual es tu sentido consentido?

lunes, 3 de octubre de 2005

Héroes de la ciudad

“Debe ser alguien especial/ que nos pueda ayudar/ debe ser alguien/ que no tenga miedo/ es una misión para un héroe amigo/ un héroe amigo.

“Soy un héroe amigo/ con honor/ aprenderás lo que te enseñaré yo/ con mucho esfuerzo y dedicación/ tú puedes ser un héroe como yo/ un héroe como yo”.


Canción de "Los héroes de la ciudad", Disney Channel

Pasaron anoche por la ventana de mi departamento. Pasaron con las sirenas encendidas, colgados de las ventanas, techos, costados, escaleras de sus relucientes camiones rojos. Uniformados de camisetas azules y una especie de sobretodos azules con rayas amarillas. Saludaban a la gente que se agolpó en los balcones del Malecón a verlos pasar. La llegada se anunció con varias cuadras de anticipación. Ese ruido que cuando lo escuchamos, solitario, una noche o tarde cualquiera, nos asusta; anoche era de fiesta.

Los bomberos de Guayaquil son una de las pocas cosas que me llenan de orgullo de ser guayaquileña. Ahí esta la famosa identidad, el cacareado maderadeguerrero. Me fascinan los bomberos, sobre todo los voluntarios. Nadie les paga, nadie les costea ni el estudio, ni gran parte de los equipos que adquieren o importan por su cuenta, ni las horas de guardia en una estación. Son hombres y mujeres, jóvenes universitarios, padres de familia, gerentes, profesionales, abuelos. Tienen la radio a su lado, siempre. Saltan en la noche a la voz de incendio, toman sus autos, cargan con sus equipos, se ponen el uniforme a medias sobre la ropa o la pijama.

Los he visto en acción en esta cuadra más de una vez. Llegan como la sangre a la herida, sin que haya de por medio una llamada. Saben que se los necesita, saben que prestan su fuerza, su cuerpo, su experiencia para salvar vidas y bienes. Se intoxican con el humo, se calientan con el fuego, se cansan con el esfuerzo. Pero insisten, llegan, asisten.

Los he visto llegar en los camiones rojos, en sus propios carros, en últimos modelos y en destartalados, en taxis, con amigos, con esposas. Abren la cajuela, se ponen los pantalones con tirantes, se acomodan las botas, se protegen el cuello y la cara, se calzan la chaqueta inflamable, se calan el casco. Y se meten al fuego. El fuego del que nosotros, los normales, huimos, ante el cual nos descontrolamos.

Nadie les paga, nadie los llama. Son nuestros héroes de la ciudad. Son nuestra tradición. Mi mejor amiga está casada con uno de ellos. Admiro a las parejas, madres, padres, novias, enamorados que se quedan en casa en la media noche o se enteran de un fuego en cualquier momento del día y esperan. Confían. Rezan. Ellos saben lo que hacen pero siempre hay riesgo. Y más de una vez habrá el dolor de no haber llegado a tiempo.

Pasaron anoche y no me dio ninguna pena hacerles de la mano, sonreírles, agradecerles. No me dio nada menos que orgullo verlos tan numerosos, contentos, haciendo una bulla casi insoportable, algunos ondeando a todo viento la celeste y blanca bandera de Guayaquil.