lunes, 3 de octubre de 2005

Héroes de la ciudad

“Debe ser alguien especial/ que nos pueda ayudar/ debe ser alguien/ que no tenga miedo/ es una misión para un héroe amigo/ un héroe amigo.

“Soy un héroe amigo/ con honor/ aprenderás lo que te enseñaré yo/ con mucho esfuerzo y dedicación/ tú puedes ser un héroe como yo/ un héroe como yo”.


Canción de "Los héroes de la ciudad", Disney Channel

Pasaron anoche por la ventana de mi departamento. Pasaron con las sirenas encendidas, colgados de las ventanas, techos, costados, escaleras de sus relucientes camiones rojos. Uniformados de camisetas azules y una especie de sobretodos azules con rayas amarillas. Saludaban a la gente que se agolpó en los balcones del Malecón a verlos pasar. La llegada se anunció con varias cuadras de anticipación. Ese ruido que cuando lo escuchamos, solitario, una noche o tarde cualquiera, nos asusta; anoche era de fiesta.

Los bomberos de Guayaquil son una de las pocas cosas que me llenan de orgullo de ser guayaquileña. Ahí esta la famosa identidad, el cacareado maderadeguerrero. Me fascinan los bomberos, sobre todo los voluntarios. Nadie les paga, nadie les costea ni el estudio, ni gran parte de los equipos que adquieren o importan por su cuenta, ni las horas de guardia en una estación. Son hombres y mujeres, jóvenes universitarios, padres de familia, gerentes, profesionales, abuelos. Tienen la radio a su lado, siempre. Saltan en la noche a la voz de incendio, toman sus autos, cargan con sus equipos, se ponen el uniforme a medias sobre la ropa o la pijama.

Los he visto en acción en esta cuadra más de una vez. Llegan como la sangre a la herida, sin que haya de por medio una llamada. Saben que se los necesita, saben que prestan su fuerza, su cuerpo, su experiencia para salvar vidas y bienes. Se intoxican con el humo, se calientan con el fuego, se cansan con el esfuerzo. Pero insisten, llegan, asisten.

Los he visto llegar en los camiones rojos, en sus propios carros, en últimos modelos y en destartalados, en taxis, con amigos, con esposas. Abren la cajuela, se ponen los pantalones con tirantes, se acomodan las botas, se protegen el cuello y la cara, se calzan la chaqueta inflamable, se calan el casco. Y se meten al fuego. El fuego del que nosotros, los normales, huimos, ante el cual nos descontrolamos.

Nadie les paga, nadie los llama. Son nuestros héroes de la ciudad. Son nuestra tradición. Mi mejor amiga está casada con uno de ellos. Admiro a las parejas, madres, padres, novias, enamorados que se quedan en casa en la media noche o se enteran de un fuego en cualquier momento del día y esperan. Confían. Rezan. Ellos saben lo que hacen pero siempre hay riesgo. Y más de una vez habrá el dolor de no haber llegado a tiempo.

Pasaron anoche y no me dio ninguna pena hacerles de la mano, sonreírles, agradecerles. No me dio nada menos que orgullo verlos tan numerosos, contentos, haciendo una bulla casi insoportable, algunos ondeando a todo viento la celeste y blanca bandera de Guayaquil.

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