Estoy con el corazón pintado de blues. Azules cielo, azules mar, azules mirada, azules noche, azules tristeza. Tristeza inexplicable, tristeza inesperada, tristeza rechazada.
No son los recuerdos que no tendré de un Mardi Gras en Nueva Orleans, no son los cortejos nada fúnebres con banda “mocha” en clave de jazz por el cementerio antiguo que jamás acompañaré con irreverente sonrisa.
Son dolores del crecer, nostalgia del futuro imposible, saudade por las vidas pasadas, las compañías que hoy están demasiado lejos, en otras dimensiones, otros países, otras realidades interiores.
Este fin de semana viví un momento mágico. Tres amigas que bailaban con sus hijos en el patio de una casa, junto a los músicos que cantaban eso de “mientras siga viendo tu cara en la cara de la luna”. Y fue perfecto, fue espontáneo, fue feliz. Fue ver la sonrisa de mi hija que disfruta cuando baila conmigo, fue sentir que le estoy pasando esa parte de mi. Fue tener a un lado a la amiga que vive lejos, con la que los lazos virtuales han hecho más intensa la intimidad, con su hijo hermoso, vibrante, feliz. Fue tener al otro lado a la amiga a la que le están naciendo tímidas hojas después de que un tifón le arrasó su concepto de la vida y el amor y le dejó de regalo un niño bendecido. Y un corazón nuevo.
Algún día recordaré ese momento y nostalgiaré por este ahora. Los niños pequeños, las madres apenas entrando en una madurez en la que no se reconocen del todo, pero que saben que ya se instaló en sus vidas algunos momentos antes.
Me siento como la tierra por la que pasó el huracán, inundada, revuelta, caótica. Pero llena de posibilidades, caldo de cultivo para un mundo nuevo, una madurez nueva, una inocencia nueva.
No son los recuerdos que no tendré de un Mardi Gras en Nueva Orleans, no son los cortejos nada fúnebres con banda “mocha” en clave de jazz por el cementerio antiguo que jamás acompañaré con irreverente sonrisa.
Son dolores del crecer, nostalgia del futuro imposible, saudade por las vidas pasadas, las compañías que hoy están demasiado lejos, en otras dimensiones, otros países, otras realidades interiores.
Este fin de semana viví un momento mágico. Tres amigas que bailaban con sus hijos en el patio de una casa, junto a los músicos que cantaban eso de “mientras siga viendo tu cara en la cara de la luna”. Y fue perfecto, fue espontáneo, fue feliz. Fue ver la sonrisa de mi hija que disfruta cuando baila conmigo, fue sentir que le estoy pasando esa parte de mi. Fue tener a un lado a la amiga que vive lejos, con la que los lazos virtuales han hecho más intensa la intimidad, con su hijo hermoso, vibrante, feliz. Fue tener al otro lado a la amiga a la que le están naciendo tímidas hojas después de que un tifón le arrasó su concepto de la vida y el amor y le dejó de regalo un niño bendecido. Y un corazón nuevo.
Algún día recordaré ese momento y nostalgiaré por este ahora. Los niños pequeños, las madres apenas entrando en una madurez en la que no se reconocen del todo, pero que saben que ya se instaló en sus vidas algunos momentos antes.
Me siento como la tierra por la que pasó el huracán, inundada, revuelta, caótica. Pero llena de posibilidades, caldo de cultivo para un mundo nuevo, una madurez nueva, una inocencia nueva.
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