martes, 25 de septiembre de 2001

Guayaquil

Guayaquil es la bulla y la brisa del río. Son los pitos que gritan al primer conductor de la fila “¡¡¿qué, idiota, no ves que ya está en verde?!!”. Está en la infinita gama de chucherías que encuentran su mercado entre las mujeres de esta ciudad, siempre ávidas de estar a la moda, de verse lindas. En estos días va marcada en las sandalias, las blusitas ajustadas con adornos de letras o caricaturas, los jeans oscuros a la cadera y la carterita de mango corto.

Guayaquil vive en el voceador de rifas que escucho todas las mañanas y tardes por la ventana de mi cocina, que da al inicio de la Bahía. Es un hombre que si no lo es, al menos imita en algo el acento colombiano. Todos los días rifa (“a las cuatro de la tarde en la calle Colón”) algún premio, normalmente efectivo, 150, 300 dólares, una canasta de productos, algún electrodoméstico. Por las mañanas ofrece los boletos y en las tardes anuncia al ganador, “el señor tal y tal del puesto de tal cosa”. Una junta de beneficencia de los pobres, cuyo único fin es darle sustento al hombre de las rifas.

Aquella ventana de la cocina me trae el rumor de los equipos de sonido en exhibición, del puesto de compactos piratas y del de juegos de vídeo. A ratos domina algún sonido, casi siempre el de los discos que quizá quede junto a la pared de la casa. Al dueño de este puesto le gusta la salsa clásica, nada de merengue hip hop ni bachata o ballenato. Mercurio se la pasa diciendo que de esta casa vamos a aprender toda la “sabrosura tropical”, hay que ver los bailes que se inventa al son del Gran Combo.

Prestar atención a esos ruidos a través de una ventana y presenciarlos in situ es comparable a la diferencia entre escuchar la novela Camay por la radio y ver “Betty, la fea” en horario estelar. Al de las rifas me lo imaginaba pedaleando un triciclo adornado con cartulinas escritas a mano, pero no, anda a pie con un canguro al cinto y megáfono en mano. Como la calle es estrecha y pasa llena de peatones y uno que otro carro que se abre paso penosamente entre la gente, el triciclo sería muy engorroso. Eso sí, me encontré con un vendedor de maduros asados que ha instalado su parrillita de carbón en un carrito de supermercado, casi, casi el prototipo de la carretilla high tech tercermundista.

Guayaquil también es el reino de los “vendedores informales”. Ellos no son pordioseros y ante el “no, gracias” no cambian su línea de venta súbitamente por un “regale”, como hacen en Quito. Ellos están trabajando, honradamente, y se pelean el cliente en cada semáforo e insisten en la ventanilla del que ya rechazó al compañero de antes, como si no estuvieran los dos vendiendo el mismo plato de las mismas mandarinas maduras y jugosas.

Es ese espíritu de capitalismo emprendedor, de emplearse, de ser útil, de conservar la dignidad ante todo. He visto en la Bahía a hombres que se dedican únicamente a llevar a los clientes hasta los almacenes ahora armados no sólo de la consabida “¿qué busca?” sino con tarjetas de presentación y hasta catálogos que los meten constantemente entre ceja y ceja de los desprevenidos peatones. Cerca de la casa aparecen todos los días grupos de hombres que parecen desocupados, al menos, hasta que aparece un camión con mercadería. Entonces se disponen veloces a prestar espaldas, brazos y hombros para transportar cargamento tras cargamento de televisores, teléfonos, juguetes, ollas arroceras, maletas, en fin, lo que el “matute” del momento imponga. (Por cierto que el otro día un chico que trabaja en la oficina de Mercurio nos confesó que no sabía lo que significa la palabra “matute”, ¡¡y era guayaquileño!! ¿qué pasa con las nuevas generaciones?).

Por cierto que también es la ciudad de los precios caros, desde el supermercado, los parqueos, las propinas, ni se diga en los bares y restaurantes. Hemos ido hace unas semanas a un lugar en el que gastamos en unos pocos tragos para cinco personas el ingreso mensual de una familia pobre. Supongo que aquí no podremos comer tan a menudo fuera de casa en un lugar que no sea de comida rápida porque adivino una pequeña fortuna en ese rubro.
Las caras son distintas, el clima, los sonidos, los colores. Distintos al lugar donde vivía antes, pero eso si, más míos, más cercanos. Aquí mi placa de Guayas no me señala como un objetivo para los chapas molestosos. Guayaquil es la ciudad de la bulla que de tan cotidiana se vuelve estridencia de fondo. Pero ciertamente también es la ciudad de los hermosos atardeceres, del sol rojo que se esconde entre un mar de nubes teñidas con una estampida de colores más allá de los cerros de la Prosperina, en un lugar que, con un suspiro de nostalgia, imaginamos más cercano al mar.

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