¿Hasta cuándo se es joven? ¿Existe una edad cronológica o una lista de logros que marquen el ingreso a la “adultez” o, mejor dicho, la madurez? ¿Son los veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cincuenta? ¿Cuándo dejas de ser una “chica a la moda” y pasas a ser una “vieja ridícula”?
Creo que uno mantiene una edad intemporal con la gente de su misma generación. Las amigas de mi mami se refieren a sus contemporáneos como “chicos” y “chicas”. Cuando están juntas siguen siendo las muchachas que se sentaban en el piso a charlar en el recreo, solo que ahora lo hacen en un café o en la casa de alguna de ellas, señoras, madres, abuelas. Ya no hablan de enamoraditos, sino de nietos, y el tema de los malestares reemplaza al de los sueños, sin embargo, recuerdan anécdotas de hace treinta años con pelos y señales como si fuera ayer.
Son esas comparaciones del tiempo las que nos hacen sentir mayores. Constatar que el chico guapísimo que te sonríe no es otro que el dulce hermanito menor de tu amiga que te saluda con la veneración con que se saluda a una tía. Doble impacto: se rompe la ilusión del coqueteo y te caen los años encima. Todo por culpa de una mala costumbre de los niños: crecen.
La música es otra medida. Cuando empiezas a ver por ahí recopilaciones de “clásicos” compuestas con los himnos de tus años de colegio es la hora de ir corriendo a comprar la crema antiarrugas o a la cita con el cirujano plástico. Nunca me sentí tan vieja como aquel día en que mi alumno de cuarto curso (14, 15) me preguntó qué era lo que yo escuchaba “cuando era joven”. ¿Acaso Soda Stereo? Y que conste que yo tenía apenas veinte al momento de este incidente. Debí bajarle puntos por su atrevimiento.
Ese mismo día empiezas a recordar que tienes amigos de hace quince, veinte años, que saliste del colegio hace más de diez, que la graduación de la universidad fue hace seis años y que el primer cigarrillo te quemó la garganta a los quince (¿Trece años de vicio esporádico, pero vicio al fin?).
Lo bueno de crecer en edad es que la distancia con las demás edades se acorta. A los quince años, uno de treinta te parece “maduro” y uno de cincuenta, un anciano. A los veinticinco ya ves con mejores ojos a los de treinta y cinco y empiezas a tener temas de conversación con tu compañera de oficina cuarentona. Ni se diga cerca de los treinta, te das cuenta de que recién a los ochenta alguien puede considerarse como anciano y eso depende de su vitalidad y lucidez.
Entonces se puede ver a los padres y abuelos en perspectiva. Mi abuelo murió a los cincuenta y ocho años, demasiado joven, por lo tanto, mi abuela se quedó viuda a los 57 y mi mami se puso al frente de la familia a los veintinueve años. Y por más que yo lo recuerde todo con total nitidez, apenas tenía seis años, apenas un poco más que los hijos de mis amigas.
Hoy, con 28 años y diez meses, me pregunto si ya llegué a la adultez. Revisemos: estoy casada hace año y medio, pero aún no tengo hijos, supongo que eso me pone en desventaja con mis amigas que ya llevan casi diez años de matrimonio, tres hijos, casa propia, dos autos y un perro. Tengo una profesión que no ejerzo y entré a una segunda de la mano de un magnífico maestro, que luego dejé de lado (a la profesión, no al maestro) para seguir una vocación profunda que por fin encontré después de los 25. (Benditos los de ustedes que siempre supieron qué era lo que querían hacer con su vida, gran ahorro de tiempo, energía y salud mental).
Hoy por hoy veo una relación de causa y efecto en todas las cosas del mundo y la vida, estoy consciente de que hay mucho más de lo que ven los ojos y que la intuición es una consejera muy certera. Perdí en el camino la relación íntima con una Iglesia que no satisfizo mis expectativas pero me mantengo asida a una fe en Dios que me da la confianza suficiente para dar cualquier salto sin miedo y para no enloquecer ante tanta injusticia y disparate de este mundo.
He amado varias veces con la sinceridad y entrega que correspondía a ese momento específico de mi vida. Amo al hombre que escogí como compañero del camino y me siento amada con igual sorpresa. Tengo una almohada de plumas que me acompaña desde la niñez y que no la presto a nadie (pregúntenle a Pepe). Tengo varios muertos queridos que me dejaron más de una vez con el nudo de las palabras no dichas: un primo, una amiga, un padre, una vecina, un tío.
Sonrío igual que siempre, lloro un poco más que antes, me cuesta menos hablar de mi misma y mis angustias. Ya no me creo más inteligente que el resto ni menos afortunada. Aún pierdo la compostura dietética por helados, chocolates, tortas, pastas. Todavía me hacen feliz los algodones de azúcar, las manzanas acarameladas y persigo, igual que mi mami, a las vendedoras de espumilla por la calle (Ella les llama “babitas”). Cada recuerdo tiene su sabor, su lugar y su olor. Cuando me siento mal, vuelvo en sueños a mis lugares felices: Ballenita y el colegio.
Puedo morirme mañana, como el primer día. No le tengo miedo a la muerte, porque confío en que tendré los días justos para cumplir la misión de mi vida, por misteriosa o fugaz que sea. Quizá esto cambie cuando tenga hijos y ellos me anclen con más fuerza a la vida. Deseé mi muerte alguna vez, durante una temporada muy oscura y silenciosa pero no me atreví a actuar al respecto.
Miope de toda la vida, me encanta ver los árboles de Navidad sin lentes, para apreciar los foquitos desenfocados que mezclan sus colores en una danza de burbujas. Conservo como amuletos a las amigas que cada etapa de la vida me ha regalado y cuido con amor a los pocos amigos que se han atrevido conmigo a desafiar el mito de la amistad entre un hombre y una mujer.
Me sigue atrayendo el mar como un imán, aunque los años me hayan enseñado a mantener la compostura y ya no me lance corriendo hacia él con todo y ropa apenas se detiene el carro. (Pobre de mi abuelo, que tenía que correr tras una servidora que era una pulga de cinco años y dar él también con todo al agua). Pero eso si, me gusta flotar, nadar, bucear, jugar, hasta que los dedos me quedan como pasas. Añoro una temporada de sol, arena y mar y de tener la nariz quemada sobre quemada, la única vez que muté mi color blanquecino rosáceo por un suave dorado y que me gané las setecientas cincuenta y cuatro pecas que adornan mi espalda. (Si lo dudan, pueden contarlas).
¿Basta para ser adulta? ¿Sirve para aún ser joven? Hay algo que si sé: aún sueño, aún siento que hay mucho camino por delante, sé que lo mejor aún está por venir.
Creo que uno mantiene una edad intemporal con la gente de su misma generación. Las amigas de mi mami se refieren a sus contemporáneos como “chicos” y “chicas”. Cuando están juntas siguen siendo las muchachas que se sentaban en el piso a charlar en el recreo, solo que ahora lo hacen en un café o en la casa de alguna de ellas, señoras, madres, abuelas. Ya no hablan de enamoraditos, sino de nietos, y el tema de los malestares reemplaza al de los sueños, sin embargo, recuerdan anécdotas de hace treinta años con pelos y señales como si fuera ayer.
Son esas comparaciones del tiempo las que nos hacen sentir mayores. Constatar que el chico guapísimo que te sonríe no es otro que el dulce hermanito menor de tu amiga que te saluda con la veneración con que se saluda a una tía. Doble impacto: se rompe la ilusión del coqueteo y te caen los años encima. Todo por culpa de una mala costumbre de los niños: crecen.
La música es otra medida. Cuando empiezas a ver por ahí recopilaciones de “clásicos” compuestas con los himnos de tus años de colegio es la hora de ir corriendo a comprar la crema antiarrugas o a la cita con el cirujano plástico. Nunca me sentí tan vieja como aquel día en que mi alumno de cuarto curso (14, 15) me preguntó qué era lo que yo escuchaba “cuando era joven”. ¿Acaso Soda Stereo? Y que conste que yo tenía apenas veinte al momento de este incidente. Debí bajarle puntos por su atrevimiento.
Ese mismo día empiezas a recordar que tienes amigos de hace quince, veinte años, que saliste del colegio hace más de diez, que la graduación de la universidad fue hace seis años y que el primer cigarrillo te quemó la garganta a los quince (¿Trece años de vicio esporádico, pero vicio al fin?).
Lo bueno de crecer en edad es que la distancia con las demás edades se acorta. A los quince años, uno de treinta te parece “maduro” y uno de cincuenta, un anciano. A los veinticinco ya ves con mejores ojos a los de treinta y cinco y empiezas a tener temas de conversación con tu compañera de oficina cuarentona. Ni se diga cerca de los treinta, te das cuenta de que recién a los ochenta alguien puede considerarse como anciano y eso depende de su vitalidad y lucidez.
Entonces se puede ver a los padres y abuelos en perspectiva. Mi abuelo murió a los cincuenta y ocho años, demasiado joven, por lo tanto, mi abuela se quedó viuda a los 57 y mi mami se puso al frente de la familia a los veintinueve años. Y por más que yo lo recuerde todo con total nitidez, apenas tenía seis años, apenas un poco más que los hijos de mis amigas.
Hoy, con 28 años y diez meses, me pregunto si ya llegué a la adultez. Revisemos: estoy casada hace año y medio, pero aún no tengo hijos, supongo que eso me pone en desventaja con mis amigas que ya llevan casi diez años de matrimonio, tres hijos, casa propia, dos autos y un perro. Tengo una profesión que no ejerzo y entré a una segunda de la mano de un magnífico maestro, que luego dejé de lado (a la profesión, no al maestro) para seguir una vocación profunda que por fin encontré después de los 25. (Benditos los de ustedes que siempre supieron qué era lo que querían hacer con su vida, gran ahorro de tiempo, energía y salud mental).
Hoy por hoy veo una relación de causa y efecto en todas las cosas del mundo y la vida, estoy consciente de que hay mucho más de lo que ven los ojos y que la intuición es una consejera muy certera. Perdí en el camino la relación íntima con una Iglesia que no satisfizo mis expectativas pero me mantengo asida a una fe en Dios que me da la confianza suficiente para dar cualquier salto sin miedo y para no enloquecer ante tanta injusticia y disparate de este mundo.
He amado varias veces con la sinceridad y entrega que correspondía a ese momento específico de mi vida. Amo al hombre que escogí como compañero del camino y me siento amada con igual sorpresa. Tengo una almohada de plumas que me acompaña desde la niñez y que no la presto a nadie (pregúntenle a Pepe). Tengo varios muertos queridos que me dejaron más de una vez con el nudo de las palabras no dichas: un primo, una amiga, un padre, una vecina, un tío.
Sonrío igual que siempre, lloro un poco más que antes, me cuesta menos hablar de mi misma y mis angustias. Ya no me creo más inteligente que el resto ni menos afortunada. Aún pierdo la compostura dietética por helados, chocolates, tortas, pastas. Todavía me hacen feliz los algodones de azúcar, las manzanas acarameladas y persigo, igual que mi mami, a las vendedoras de espumilla por la calle (Ella les llama “babitas”). Cada recuerdo tiene su sabor, su lugar y su olor. Cuando me siento mal, vuelvo en sueños a mis lugares felices: Ballenita y el colegio.
Puedo morirme mañana, como el primer día. No le tengo miedo a la muerte, porque confío en que tendré los días justos para cumplir la misión de mi vida, por misteriosa o fugaz que sea. Quizá esto cambie cuando tenga hijos y ellos me anclen con más fuerza a la vida. Deseé mi muerte alguna vez, durante una temporada muy oscura y silenciosa pero no me atreví a actuar al respecto.
Miope de toda la vida, me encanta ver los árboles de Navidad sin lentes, para apreciar los foquitos desenfocados que mezclan sus colores en una danza de burbujas. Conservo como amuletos a las amigas que cada etapa de la vida me ha regalado y cuido con amor a los pocos amigos que se han atrevido conmigo a desafiar el mito de la amistad entre un hombre y una mujer.
Me sigue atrayendo el mar como un imán, aunque los años me hayan enseñado a mantener la compostura y ya no me lance corriendo hacia él con todo y ropa apenas se detiene el carro. (Pobre de mi abuelo, que tenía que correr tras una servidora que era una pulga de cinco años y dar él también con todo al agua). Pero eso si, me gusta flotar, nadar, bucear, jugar, hasta que los dedos me quedan como pasas. Añoro una temporada de sol, arena y mar y de tener la nariz quemada sobre quemada, la única vez que muté mi color blanquecino rosáceo por un suave dorado y que me gané las setecientas cincuenta y cuatro pecas que adornan mi espalda. (Si lo dudan, pueden contarlas).
¿Basta para ser adulta? ¿Sirve para aún ser joven? Hay algo que si sé: aún sueño, aún siento que hay mucho camino por delante, sé que lo mejor aún está por venir.
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