Viernes pasado, siete de la noche. Dos mujeres están sentadas en una silla ajustable, con unas capas de plástico sobre los hombros. El cabello mojado, quizá recién cortado, quizá recién pintado. Dos mujeres están de pie detrás de ellas, uniformadas de pantalón azul y blusa beige, se dedican a la tarea de estirar esos cabellos, los cepillan, les apuntan con el aire caliente que sale de un secador que debe haber estado encendido toda la tarde. Una de las clientes tiene el cabello castaño, quizá de tono artificial, con unos rizos que yo, con mis lacios obstinados, envidio. Ella no, ella los quiere tan lacios como los míos. Y por eso se aguanta el jaloneo de los cepillos y los fogonazos del secador que cocinan las orejas.
Fines de enero. Estamos en el “Isoform center”, una especie de gimnasio. Digo especie porque allí no se salta como títeres desgonzados, ni se suda como estibador portuario. Aquí una se acuesta elegantemente en unas “mesas tonificadoras”, un mecanismo de motores y partes móviles, destinadas cada una a ejercitar y masajear una parte determinada del cuerpo. Hay la máquina que bate las gelatinas de caderas y cintura en un movimiento constante, la que mueve las piernas en paso de tijera, boca arriba y luego boca abajo, está la que mueve la cintura de acá para allá, de allá para acá y claro, la que levanta las piernas para forzar los abdominales durante eternos ocho minutos. Las siete tablas se acomodan en un espacio reducido, demasiado contiguo. Uno se enfrenta de cara a cara con las lonjas batientes de la señora de al lado y el trasero perfecto de la peladita pendeja que tiene el atrevimiento de creerse gorda. La dignidad se queda esperando en el umbral de la puerta.
Mientras yo me dirijo al vestidor para que una empleada bajita y con nada de escultural me tome las medidas y registre el peso, Blanquita, la dueña, aprovecha el momento de soledad para elogiar mi belleza y recriminarle a Mercurio que por qué “me dejó engordar de esta manera”. Doble indignación: me ha señalado como una obra maestra “deformada” por descuido de su “dueño”. Yo: antiestética y desobediente. Mercurio: indolente y débil de carácter para “impedir” que su consorte tome más alimentos de los que necesita para sobrevivir, incapaz de recriminarla o menospreciarla para “estimularla” a cumplir con su obligación de la belleza. O al menos para hacerla sentirse culpable.
Algún día de algún mes entre 1990 y 1994. Mis años de universidad. Mi amiga Isabel, siempre ingeniosa, sentenció entonces que lo que nos pasaba era que habíamos nacido en la época incorrecta. “Somos mujeres del Renacimiento”, sentenció. Nada más cierto, basta con ver a las bellísimas “Tres gracias” de Rubens, redondeadas, adiposas y celulíticas. Esas gorditas desnudas y felices son un festejo a la buena vida, sonrosadas, alegres, bien comidas, fuertes. Nada tienen que ver con los esqueletitos tristes que “adornan” las portadas de revistas, las pasarelas y los programas de televisión.
Ayer vi un reportaje sobre Marilyn Monroe, una mujer que supo aprovechar su era. Hoy en día no encontraría trabajo en ninguna parte y tendría que someterse a dietas tortuosas y ejercicios interminables para dominar sus osadas y tan hermosas curvas. Hay que aceptarlo: Marilyn era caderona y tenía un gracioso asomo de pancita que seguramente no lograba contener el corsé que obviamente usaba para marcarse así la cintura y elevarse los pechos a esas alturas astronómicas. Eran otras épocas. La belleza se medía con grados y no con milímetros.
Parece que toda la moda está en contra de las curvaturas y busca humillarnos con sus cortes rectos, diseñados para las chicas de nalgas planas y torsos sin sobresaltos que tanto abundan en estas tierras. Hay que ver que es verdad que uno puede notar a una mujer costeña con solo verle el trasero, la cintura y las caderas. Y claro, todo eso se refleja en la forma de caminar que nos delata porque nos movemos entre los límites de nuestros amplios paréntesis. Las mujeres de acá tan solo caminan, un pie delante del otro, porque no tienen bordes hacia donde contornearse. Pero he aquí la ironía de los tiempos: solo ellas se logran meter sin angustias en los breves jeans que cuelgan de los percheros de las tiendas.
Alguien me dijo una vez que los ideales de belleza se relacionan, por elemental instinto de conservación de la especie (es decir, fines reproductivos) con las concepciones de salud. Los machos buscan una hembra saludable, que pueda llevar con éxito su carga genética. Las gorditas de Rubens son la imagen de lo que se consideraba sano en su época: mujeres fuertes, listas para parir y criar muchos hijos. Hoy en día la gordura es casi una sentencia de muerte. En ese sentido, se supone que las flacuchentas son mujeres que se preocupan de tener una alimentación balanceada, mesurada, sana, que se ejercitan y evitan las horribles tentaciones de la grasa y el dulce. ¿Hasta dónde es eso verdad?
Hace menos de dos semanas, el concurso de Miss Universo, algo que muy poca gente toma en serio, vuelve a llamar la atención mundial con un argumento hipócrita: la belleza natural versus la artificial. ¿Se nace o se hace? Miss Brasil declara con absoluta sinceridad que tiene 18 cirugías plásticas. Una suma de pequeños retoques, de mínimos arreglos para esculpir lo que la naturaleza evidentemente si le dio. ¡¡¡Horror!!!! Surgieron los golpes de pecho de los organizadores, las declaraciones insidiosas de las otras concursantes que se esforzaron en destacar que ELLAS SI eran naturales. Nada nos dijeron de los buenos oficios del maquillaje, del tinte, el corte de pelo y el peinado. ¿Qué de los rellenos y postizos, de las medias y las fajas? Si querían naturalidad todas debieron salir sin gota de pintura y con el pelo lavado y secado al viento.
¿Hay pecado en destacar con los recursos disponibles lo que la genética nos colocó en el cuerpo? Acaso me van a decir que mis ojos son menos verdes porque me depilo las cejas y las destaco con un lápiz de color y porque luego me pinto una línea alrededor de los párpados y me rizo estas pestañas que a Dios se le ocurrió ponerme tan rectas --“pestañas de burro”, me dijo una vez una amiga. ¿Peco porque me cubro un grano con corrector o disimulo las “chapudeces” que me han surgido en la cara con unos polvitos claros? (Para los que no saben, uno se pone chapudo con la altura y el frío, es decir, la cara se enrojece en la nariz y las mejillas, lo que le da una apariencia de quien bebió de más o tiene una virulenta reacción alérgica. Nada bueno, a menos que uno sea una alemana de piel blanquísima que agradece tener, por fin, un poco de color en la cara).
Grave contradicción esta de la belleza. Por un lado nos piden sacrificios antinaturales para ajustarnos a los disparatados estándares de moda (dietas, cirugías, ejercicios, fajas modeladoras, calzones levanta-cola, wonderbras) pero por otro nos exigen que seamos naturales, auténticas como las florecillas silvestres. Todos hemos visto una nariz prestada en una cara que combinaba mejor con la original, pelos teñidos de un color que no solo no es creíble sino que le da a la piel un tono indeseable. Pero claro, todas hemos deseado los churritos adorables, la nariz distinguida y la sonrisa amplia y de dientes blanquísimos de Julia Roberts (Julita, para mi amiga Lú, que de paso sí se parece a ella (la muy...)). Claro, con el cuerpo imposible de Jennifer López, que está reivindicando la existencia y subsistencia de las curvas. Hay que entender, sin embargo, que la chica tiene sangre latina (de ahí el trasero) y es bailarina (de ahí los músculos y la fuerza). Un poco tarde para que me meta al Bolshoi, ¿verdad?
El que lo resumió todo con una frase iluminada fue Pedro Almodóvar, en “Todo sobre mi madre”: “Una es más auténtica cuando más se parece a lo que ha soñado de si misma”. ¿Recuerdan quien la recitó ante la cámara? No fueron ni Penélope Cruz, ni Cecilia Roth, dos ejemplos de la belleza de dos edades distintas. Fue la Agrado: un transexual igual a hombre que transmuta sus formas rudas por la sutileza femenina.
Claro que me sueño esbelta y fuerte como Madonna, con largos cabellos rojos volando al viento como una Nicole Kidman criolla, como dice la canción, enfundada en un bi-ki-ni de lu-na-res ama-ri-llos, la piel bronceada, firme y tersa como dicta el comercial de Vasenol. Y me imagino congelada así, intocada por el paso del tiempo y las leyes de la gravedad. ¿Cuánto estoy dispuesta a pagar por esa imagen? Cuatro mil por la lipoescultura, mil en la nutricionista, unos trescientos en gimnasio, tal vez doscientos en tratamientos faciales y capilares... y privarme del gusto de unos cremosos espaguetis carbonara, un banana split rebosante de salsa de chocolate. ¿Me convertiría en una de esas niñitas que desprecian la comida como a la sarna, que dejan los platos casi sin tocar, que a fuerza de pollo hervido no le encuentran gusto a nada? ¿Y qué me dicen del estrés de las visitas a la balanza, el horror por la primera arruga, el espanto de las estrías que algún día me marcarán el vientre?
Fines de enero. Estamos en el “Isoform center”, una especie de gimnasio. Digo especie porque allí no se salta como títeres desgonzados, ni se suda como estibador portuario. Aquí una se acuesta elegantemente en unas “mesas tonificadoras”, un mecanismo de motores y partes móviles, destinadas cada una a ejercitar y masajear una parte determinada del cuerpo. Hay la máquina que bate las gelatinas de caderas y cintura en un movimiento constante, la que mueve las piernas en paso de tijera, boca arriba y luego boca abajo, está la que mueve la cintura de acá para allá, de allá para acá y claro, la que levanta las piernas para forzar los abdominales durante eternos ocho minutos. Las siete tablas se acomodan en un espacio reducido, demasiado contiguo. Uno se enfrenta de cara a cara con las lonjas batientes de la señora de al lado y el trasero perfecto de la peladita pendeja que tiene el atrevimiento de creerse gorda. La dignidad se queda esperando en el umbral de la puerta.
Mientras yo me dirijo al vestidor para que una empleada bajita y con nada de escultural me tome las medidas y registre el peso, Blanquita, la dueña, aprovecha el momento de soledad para elogiar mi belleza y recriminarle a Mercurio que por qué “me dejó engordar de esta manera”. Doble indignación: me ha señalado como una obra maestra “deformada” por descuido de su “dueño”. Yo: antiestética y desobediente. Mercurio: indolente y débil de carácter para “impedir” que su consorte tome más alimentos de los que necesita para sobrevivir, incapaz de recriminarla o menospreciarla para “estimularla” a cumplir con su obligación de la belleza. O al menos para hacerla sentirse culpable.
Algún día de algún mes entre 1990 y 1994. Mis años de universidad. Mi amiga Isabel, siempre ingeniosa, sentenció entonces que lo que nos pasaba era que habíamos nacido en la época incorrecta. “Somos mujeres del Renacimiento”, sentenció. Nada más cierto, basta con ver a las bellísimas “Tres gracias” de Rubens, redondeadas, adiposas y celulíticas. Esas gorditas desnudas y felices son un festejo a la buena vida, sonrosadas, alegres, bien comidas, fuertes. Nada tienen que ver con los esqueletitos tristes que “adornan” las portadas de revistas, las pasarelas y los programas de televisión.
Ayer vi un reportaje sobre Marilyn Monroe, una mujer que supo aprovechar su era. Hoy en día no encontraría trabajo en ninguna parte y tendría que someterse a dietas tortuosas y ejercicios interminables para dominar sus osadas y tan hermosas curvas. Hay que aceptarlo: Marilyn era caderona y tenía un gracioso asomo de pancita que seguramente no lograba contener el corsé que obviamente usaba para marcarse así la cintura y elevarse los pechos a esas alturas astronómicas. Eran otras épocas. La belleza se medía con grados y no con milímetros.
Parece que toda la moda está en contra de las curvaturas y busca humillarnos con sus cortes rectos, diseñados para las chicas de nalgas planas y torsos sin sobresaltos que tanto abundan en estas tierras. Hay que ver que es verdad que uno puede notar a una mujer costeña con solo verle el trasero, la cintura y las caderas. Y claro, todo eso se refleja en la forma de caminar que nos delata porque nos movemos entre los límites de nuestros amplios paréntesis. Las mujeres de acá tan solo caminan, un pie delante del otro, porque no tienen bordes hacia donde contornearse. Pero he aquí la ironía de los tiempos: solo ellas se logran meter sin angustias en los breves jeans que cuelgan de los percheros de las tiendas.
Alguien me dijo una vez que los ideales de belleza se relacionan, por elemental instinto de conservación de la especie (es decir, fines reproductivos) con las concepciones de salud. Los machos buscan una hembra saludable, que pueda llevar con éxito su carga genética. Las gorditas de Rubens son la imagen de lo que se consideraba sano en su época: mujeres fuertes, listas para parir y criar muchos hijos. Hoy en día la gordura es casi una sentencia de muerte. En ese sentido, se supone que las flacuchentas son mujeres que se preocupan de tener una alimentación balanceada, mesurada, sana, que se ejercitan y evitan las horribles tentaciones de la grasa y el dulce. ¿Hasta dónde es eso verdad?
Hace menos de dos semanas, el concurso de Miss Universo, algo que muy poca gente toma en serio, vuelve a llamar la atención mundial con un argumento hipócrita: la belleza natural versus la artificial. ¿Se nace o se hace? Miss Brasil declara con absoluta sinceridad que tiene 18 cirugías plásticas. Una suma de pequeños retoques, de mínimos arreglos para esculpir lo que la naturaleza evidentemente si le dio. ¡¡¡Horror!!!! Surgieron los golpes de pecho de los organizadores, las declaraciones insidiosas de las otras concursantes que se esforzaron en destacar que ELLAS SI eran naturales. Nada nos dijeron de los buenos oficios del maquillaje, del tinte, el corte de pelo y el peinado. ¿Qué de los rellenos y postizos, de las medias y las fajas? Si querían naturalidad todas debieron salir sin gota de pintura y con el pelo lavado y secado al viento.
¿Hay pecado en destacar con los recursos disponibles lo que la genética nos colocó en el cuerpo? Acaso me van a decir que mis ojos son menos verdes porque me depilo las cejas y las destaco con un lápiz de color y porque luego me pinto una línea alrededor de los párpados y me rizo estas pestañas que a Dios se le ocurrió ponerme tan rectas --“pestañas de burro”, me dijo una vez una amiga. ¿Peco porque me cubro un grano con corrector o disimulo las “chapudeces” que me han surgido en la cara con unos polvitos claros? (Para los que no saben, uno se pone chapudo con la altura y el frío, es decir, la cara se enrojece en la nariz y las mejillas, lo que le da una apariencia de quien bebió de más o tiene una virulenta reacción alérgica. Nada bueno, a menos que uno sea una alemana de piel blanquísima que agradece tener, por fin, un poco de color en la cara).
Grave contradicción esta de la belleza. Por un lado nos piden sacrificios antinaturales para ajustarnos a los disparatados estándares de moda (dietas, cirugías, ejercicios, fajas modeladoras, calzones levanta-cola, wonderbras) pero por otro nos exigen que seamos naturales, auténticas como las florecillas silvestres. Todos hemos visto una nariz prestada en una cara que combinaba mejor con la original, pelos teñidos de un color que no solo no es creíble sino que le da a la piel un tono indeseable. Pero claro, todas hemos deseado los churritos adorables, la nariz distinguida y la sonrisa amplia y de dientes blanquísimos de Julia Roberts (Julita, para mi amiga Lú, que de paso sí se parece a ella (la muy...)). Claro, con el cuerpo imposible de Jennifer López, que está reivindicando la existencia y subsistencia de las curvas. Hay que entender, sin embargo, que la chica tiene sangre latina (de ahí el trasero) y es bailarina (de ahí los músculos y la fuerza). Un poco tarde para que me meta al Bolshoi, ¿verdad?
El que lo resumió todo con una frase iluminada fue Pedro Almodóvar, en “Todo sobre mi madre”: “Una es más auténtica cuando más se parece a lo que ha soñado de si misma”. ¿Recuerdan quien la recitó ante la cámara? No fueron ni Penélope Cruz, ni Cecilia Roth, dos ejemplos de la belleza de dos edades distintas. Fue la Agrado: un transexual igual a hombre que transmuta sus formas rudas por la sutileza femenina.
Claro que me sueño esbelta y fuerte como Madonna, con largos cabellos rojos volando al viento como una Nicole Kidman criolla, como dice la canción, enfundada en un bi-ki-ni de lu-na-res ama-ri-llos, la piel bronceada, firme y tersa como dicta el comercial de Vasenol. Y me imagino congelada así, intocada por el paso del tiempo y las leyes de la gravedad. ¿Cuánto estoy dispuesta a pagar por esa imagen? Cuatro mil por la lipoescultura, mil en la nutricionista, unos trescientos en gimnasio, tal vez doscientos en tratamientos faciales y capilares... y privarme del gusto de unos cremosos espaguetis carbonara, un banana split rebosante de salsa de chocolate. ¿Me convertiría en una de esas niñitas que desprecian la comida como a la sarna, que dejan los platos casi sin tocar, que a fuerza de pollo hervido no le encuentran gusto a nada? ¿Y qué me dicen del estrés de las visitas a la balanza, el horror por la primera arruga, el espanto de las estrías que algún día me marcarán el vientre?
Mejor me quedo como estoy. Al fin y al cabo, no compito para reina de belleza ni para talento de televisión. Apenas aspiro a ser mujer, hembra de la especie humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario