lunes, 11 de agosto de 2008

La vida en las periferias

Tenía el título hace algunos días, pero no me había animado a consignar el contenido. Cadenas de eventos y estados de ánimo han llevado a que sea hoy el día en que retomo esta ruta para contar mis últimas mutaciones y esta, la (ojalá) definitiva mudanza. He dejado el centro de la ciudad: la ruidosa, impredecible, siempre llena de vida, Bahía de Guayaquil. He dejado el lugar que habité desde mi retorno al puerto desde la corta aventura por Quito. Pasaron casi siete años desde que escribía esto y con ellos, mucha agua corrió por la ría frente a mi ventana del primer piso del Edificio Cucalón. Cruzamos esa enorme puerta como una pareja y salimos como una familia.

Dejar ese departamento no fue nada fácil y gracias a los dioses fue un proceso lento y por lo tanto, el dolor se fue dosificando. Ahora estoy instalada en mi casa, en una cómoda (y me atrevo a decir, hermosa) casa de dos pisos, instalada en un lugar que geográficamente pertenece a Daule, pero funcionalmente al imaginario de La Vía (a Samborondón, claro está). Ya he tenido que soportar la carga de crítica sociológica que si ahora soy pelucona, que si la lejanía, que si la burbuja. Y quizá las consecuencias de este acto las veré en el largo plazo pero por ahora me dedico a lo de siempre: a disfrutar del momento. Sé que antes de tomar la decisión de dejar Guayaquil tuve mi proceso claro de eliminación de posibilidades y abracé esta opción en conciencia y responsabilidad.

En esta nueva ubicación, el primer contraste viene a través de los sentidos. De lunes a sábados, de cinco de la tarde a ocho de la mañana, reina el silencio, interrumpido apenas por ruidos de la naturaleza y el rumor lejano de los camiones que circulan por la carretera principal. De ocho a cinco, ofician los obreros de la construcción de las tres casas contiguas y de otras muchas en las cuadras vecinas. Los domingos son territorio de la nada. Acá es difícil establecer la hora del día sin la dictadura de los relojes (que no uso). En el Malecón se sabía que eran, por ejemplo, las diez de la mañana o las ocho de la noche por la puerta abierta o cerrada del centro comercial, o la medianoche cuando se apagaban gran parte de las luces. Ahora, si no hay sol, las horas de luz se diferencian apenas por la intensidad de los rayos de sol que golpean al atardecer en la ventana de la cocina.

Aprecio el silencio y me adapto rápido. Sin embargo, les debo una confesión: hay un lujo que me parece imprescindible y del que me alegro casi todos los días. Tengo una piscina a mi disposición a escasas cuatro cuadras de mi casa. La posibilidad de remojarme, sumergirme, chapotear e incluso, ensayar un oxidado estilo libre, me reconcilia del todo con la vida. El contacto con el agua me devuelve capas, me regresa en el tiempo, tan sólo flotar en el agua es un placer que no tiene comparación. La princesa lo disfruta tanto como yo, en eso, al menos, ha salido a su madre.

Vivo en las periferias, en un ejercicio constante de previsión y dosificación, por nombrar un ejemplo, de los trayectos en auto. Tengo aún mucho trabajo de orden por hacer, aunque la titánica tarea esté bastante avanzada. Pero sigo siendo yo, con mis muebles, mis papeles, mis libros, mi equipaje invisible. Cambian los escenarios, cambian los horarios, los usos, los hábitos, queda el latido de una vida que continúa con alegría, siempre, a pesar de todo.

Evito pensar en el departamento que quedó atrás y las paredes en las que sus muchos visitantes rieron una noche, lloraron una pena, abrazaron una promesa incumplida. Evito sobre todo pensar, como me dijo un hermoso caballero, en lo triste y solo que se sentirá Govinda pintado en la pared de la entrada, sin saber que se acerca el día en que echarán pintura sobre su piel azul y con él, borrarán los rastros de todos mis recuerdos.

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