Nos despedimos de algo, de alguien, todos los días. Tenemos corazón de viaje, dijo algún poeta, y es él quien nos lleva sutilmente hacia los finales de aquello que iniciamos. Nos quedamos con tan poco: recuerdos, fotos, canciones, versos, escenas, frases, aromas. Si tenemos suerte, conservamos afectos escogidos entre las mareas de rostros que vamos acumulando en la memoria, en la mayoría de los casos, demasiado frágil, tremendamente implacable.
Nos despedimos de personas, lugares, objetos, ideas. También de los que fuimos: un día nos miramos al espejo y nos gusta lo que vemos, o nos vemos en una foto y nos da una mezcla de ternura y compasión por aquello que fuimos. Fantaseamos alguna vez con volver en el tiempo con la ventaja de las experiencias adquiridas, de las actitudes ganadas a golpes y caricias. No hay tal, el pasado no existe, apenas como un slide show, un cuento ilustrado en los ojos de quienes han sido nuestros testigos por varios, muchos, todos los años.
Un día te despides de la persona que tenía el registro de tu vida desde antes que vieras la luz. Un día miras las fotos de bebé de tu hija y comparas con la pequeña persona que se para a tu lado a hacerte mil preguntas y sientes, comprendes, las miradas de tu madre. Para ellas/nosotras siempre estará vigente esa impronta de fuego que es la primera vez que se mira el cuerpo que se formó en la oscuridad de nuestro interior, cobijado en el sonido de nuestros latidos.
Llega alguna vez algún reencuentro, en una calle, un centro comercial, una llamada, te enfrentas con algún rostro querido y el cariño es igual y se hacen la promesa de volverse a ver, pero es en vano, lo que no se ató firme es difícil reanudarlo cuando pasan las circunstancias que te mantenían cerca. En contraste, hay gente con la que no importa el tiempo transcurrido, la conversación tan solo continúa, se actualiza y se desarrolla tal como antes, como siempre.
Tiempo de comienzos, tiempo de cambios, es también tiempo de despedidas. Da igual que se trate de una amiga entrañable, de una agradable voz que te acompañaba por la radio en el camino a través de la ciudad, de una casa, una ciudad, un país, un compañero de vida (aclaro, no es mi caso), una juventud que no puedes establecer en qué momento terminó. En cada despedida también das la bienvenida a nuevas y distintas posibilidades. Y a tu lado están los que has cosechado en el camino, los que te llevas bajo el brazo a dónde sea que vayas, los que llevas marcados en las cicatrices del corazón. A veces duele, a veces causa expectativa, nunca pasa sin dejar huellas.
Ya lo puso William Shakespeare en labios de su Julieta: “despedirse es un pesar tan dulce”/”parting is such sweet sorrow”. ¿Cuál es la despedida que más te ha costado? ¿Cuál la que más te ha enriquecido/beneficiado? Yo empiezo con dos respuestas brevísimas: la muerte de mi madre y haberme ido a vivir sola un año a Quito.
Nos despedimos de personas, lugares, objetos, ideas. También de los que fuimos: un día nos miramos al espejo y nos gusta lo que vemos, o nos vemos en una foto y nos da una mezcla de ternura y compasión por aquello que fuimos. Fantaseamos alguna vez con volver en el tiempo con la ventaja de las experiencias adquiridas, de las actitudes ganadas a golpes y caricias. No hay tal, el pasado no existe, apenas como un slide show, un cuento ilustrado en los ojos de quienes han sido nuestros testigos por varios, muchos, todos los años.
Un día te despides de la persona que tenía el registro de tu vida desde antes que vieras la luz. Un día miras las fotos de bebé de tu hija y comparas con la pequeña persona que se para a tu lado a hacerte mil preguntas y sientes, comprendes, las miradas de tu madre. Para ellas/nosotras siempre estará vigente esa impronta de fuego que es la primera vez que se mira el cuerpo que se formó en la oscuridad de nuestro interior, cobijado en el sonido de nuestros latidos.
Llega alguna vez algún reencuentro, en una calle, un centro comercial, una llamada, te enfrentas con algún rostro querido y el cariño es igual y se hacen la promesa de volverse a ver, pero es en vano, lo que no se ató firme es difícil reanudarlo cuando pasan las circunstancias que te mantenían cerca. En contraste, hay gente con la que no importa el tiempo transcurrido, la conversación tan solo continúa, se actualiza y se desarrolla tal como antes, como siempre.
Tiempo de comienzos, tiempo de cambios, es también tiempo de despedidas. Da igual que se trate de una amiga entrañable, de una agradable voz que te acompañaba por la radio en el camino a través de la ciudad, de una casa, una ciudad, un país, un compañero de vida (aclaro, no es mi caso), una juventud que no puedes establecer en qué momento terminó. En cada despedida también das la bienvenida a nuevas y distintas posibilidades. Y a tu lado están los que has cosechado en el camino, los que te llevas bajo el brazo a dónde sea que vayas, los que llevas marcados en las cicatrices del corazón. A veces duele, a veces causa expectativa, nunca pasa sin dejar huellas.
Ya lo puso William Shakespeare en labios de su Julieta: “despedirse es un pesar tan dulce”/”parting is such sweet sorrow”. ¿Cuál es la despedida que más te ha costado? ¿Cuál la que más te ha enriquecido/beneficiado? Yo empiezo con dos respuestas brevísimas: la muerte de mi madre y haberme ido a vivir sola un año a Quito.
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