miércoles, 30 de mayo de 2007

La otra educación

Desde niños nos educan. Nos enseñan las palabras con las que nombramos las cosas del mundo. Empezamos con las importantes: mamá, teta, papá, agua, luego en un proceso de enseña y nombra aprendemos los nombres y los atributos: casa, sol, rojo, amarillo, grande, flaco, cerca, abajo; luego, las acciones: come, corre, ven, sube, camina, para, calla... Detrás aparece el torrente de las letras, la gramática, las conjugaciones y temas afines. Las cosas se van complicando y llegan los números, los conceptos abstractos, el relato de los hechos pasados, la descripción del mundo, los límites y símbolos de la patria, las ciencias, las hermosas ciencias…

Nos enseñan, además, las normas del comportamiento: a saludar, a pedir por favor y a dar las gracias, a que no nos levantamos de la mesa hasta no terminar de comer. Se nos educa para ser corteses, gentiles, solidarios, compasivos. Se nos estimula a ser competitivos, a saber perder, a exigirnos un poquito más cada vez, a ser investigativos, a no quedarnos con la misma vieja respuesta para las preguntas importantes. Nos hablan de un dios, de una forma de agradarlo, de una serie de reglas a seguir para pertenecer a una religión, de una disciplina para mantenernos alejados del pecado y sus consecuencias.

Es tanto, tanto conocimiento. Y todo lo absorbemos, lo integramos. Este artilugio prodigioso llamado cerebro lo mismo recuerda qué “Si tu no vuelves” está en el disco "Laberinto" de Miguel Bosé que el símbolo del estroncio ("Señor estroncio", decía mi madre, la maestra de química. El símbolo es Sr).

Son muchos los aspectos de esa educación que se quedan por fuera de lo académico. Hay un conocimiento adquirido en el patio de la escuela, en el portal del barrio, en la cancha deportiva. Hay una textura emocional que se va adquiriendo en la interacción con los demás y que toma tanto lo que se dice como lo que se hace.

Pero hay un conocimiento sensorial que casi nadie se preocupa de educar. Aunque parecería que basta con ser persona para aprender a procesar los estímulos que nos llegan a través de los sentidos: ojos, nariz, lengua, oídos, piel.

Yo he tenido una educación sensorial muy refinada y exigente. Se inició cuando conocí a la primera hermana que tuve por fuera de los parentescos genéticos. Y con ella vinieron sus padres, una pareja exquisita con un gusto por lo bello, sabroso, armonioso y sensual de la vida. Pero que no se me malentienda, no eran unos snobs, no discriminaban los estímulos según su precio o su origen, solamente por su calidad. Para ellos valía lo mismo el lamento hondo de un pasillo que la exhuberancia de un concierto de Vivaldi; el caldo de bolas de verde y el foie gras recién llegado de Normandía. Había que probarlo todo, a veces incluso contra la propia voluntad. Una vez terminé llorando por una ración de mostaza picante depositada a traición en mi lengua. Lloré, pero me encantó. (Como me encanta la sopa thai.. tú que me lees, ¡engríeme!!)

En esa casa probé los primeros vinos y no solo eso, aprendí a catarlos. Seguro que a ellos les daba mucha gracia ver a un cuarteto de púberes aspirantes de gourmets oscilando las copas, observando lágrimas, percibiendo notas olfativas, degustando. Aprendimos además a no beber para emborracharnos, porque el que se emborracha le falta el respeto a la bebida, arruina la experiencia. (Claro que lo he hecho, además, no hace falta mucho, pero eso si, jamás he perdido la conciencia de lo que hago; el control, acaso, sobre todo de las risitas).

Con los años vino la lectura de la novela “El Perfume” de Patrick Suskind, y el descubrimiento del mundo de los olores y sobre todo, el reconocimiento de mi elevada capacidad olfativa. Como escribí tiempo atrás, detecto fugas de gas y cambios en los alimentos antes que mucha gente. Vino también el gusto por cocinar y sobre todo, por hornear. La alquimia que se produce entre la mezcla adecuada y exacta de materias primas tan cotidianas como huevos, harina, grasa, leche y azúcar, entregadas a la acción del calor siempre me causa asombro y me hace sentir como una hechicera. De nuevo, los libros: “Como agua para chocolate”, que enlaza los sabores y saberes de las mujeres con sus universos emocionales, sus entregas y sus pérdidas.

Y la piel. Órgano extenso e intenso. Que nos comunica temperaturas, texturas, temblores, presencias. Que se siente tan a gusto después de un laargo baño, que recibe los perfumes y sudores, con sensores para todo, incluso para los sustos, que se pone roja con un piropo inesperado, que se tensa con la preocupación, que pica con la lana, que suda placenteramente entre sol y arena. (La lectura aquí sería acaso "Afrodita" de Isabel Allende).

¿Cómo se aprende a ejercitar los sentidos? Pues sintiendo, mirando, preguntando, estudiando, probando, tocando. La educación visual es un tema de nunca acabar: hay volúmenes que explican la belleza de un Rubens y la ruptura de un Pollock. Más allá del conocimiento hay que descubrir qué despierta emoción en nosotros. Hay que sacar la cabeza por la ventana del auto y mirar el cielo, asomarse a ver los reflejos que hace la luna en las olas de la ría. Y no porque sea romántico sino porque es sencilla y puramente hermoso.

Recomiendo fervientemente escuchar de todo para poder decir, esto es bueno o malo, me gusta o no me gusta. Me gusta Calle 13, no me dice nada Don Omar. Me enloquece Jorge Drexler y no soporto a Arjona por su pose de gran poeta. La música clásica me gusta en vivo pero prefiero escuchar canciones, palabras con música. Y tengo una memoria tan activa que me canto sin pensar las canciones de Kudai y High School Musical que ponen en la radio que pongo en el camino a la escuela de la princesa. Y no soporto a la gente que dice “no me gusta” a algo que jamás han probado o escuchado detenidamente, que solo lo dice por sumarse a la opinión general.

¿Los efectos? Una experiencia mucho más enriquecida del mundo. Que los recuerdos tengan colores, olores y sabores. Que en el evento de las ausencias transitorias uno pueda encontrar el olor de los amados en sus objetos, y en las permanentes se conmueva con el asalto de las presencias guardadas, por ejemplo, en bufandas conservadas en baúles. Que los placeres se disfruten siempre como placeres, y no con exceso. Cuando alguno de los cuatro ha probado los vicios nunca los ha hecho con obsesividad, hasta la dependencia. Porque se degustan por igual una mousse de chocolate que un cigarrillo, un merlot, un libro, un amanecer sin nubes en Quito, una puesta de sol, unos labios.

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