lunes, 23 de abril de 2001

Amigas

Doy gracias a la vida por ser mujer y por tener amigas. No hay mejor experiencia en el mundo que la amistad entre mujeres. Los hombres no entienden (y por eso no saben lo que se pierden) el intercambio de ideas, experiencias, emociones e información que se produce cada vez que dos o más mujeres se encuentran.

Es ejercicio para el alma, alimento para la mente, alivio para el corazón... Se pueden compartir los trozos más destacados de una vida en minutos o cubrir todo lo humano y lo divino en horas de plática. A más de hablar de lo más trivial y lo más profundo, nos reímos del mundo, compartimos la mesa, desnudamos las angustias, lloramos las penas. Es una comunicación especial, una conexión de todo el ser.

Los hombres no lo entienden. En su esquema práctico de la vida y las relaciones no caben estas sesiones amistosas, en las que se habla mucho, aunque se concluya poco. Nosotras no buscamos soluciones sino comprensión, y siempre le concedemos a la vida el sentido mágico que sabemos que tiene. Sin embargo, nos buscan cuando necesitan consuelo y un buen par de oídos entrenados no para calificar sino para aceptar.

Una amistad entre hombres me parece una cosa curiosa. Espero que alguno de ustedes pueda explicármela. De lo que he visto, la presencia física cuenta más que las palabras, que llegan después de una prolongada sesión de hacer “algo”: ver una película, jugar cartas, ir de compras, comer o beber... Parece que para ellos la intimidad llega después de compartir una actividad que los ponga en sintonía. Entonces viene la confidencia, el pedido de un consejo o de algún tipo de ayuda.

Una mujer encuentra sus propias respuestas durante la conversación. Es como si al momento de escucharnos contar los problemas y explicar las emociones, aquellos se volvieran reales y menores, estas se despojaran de mentiras y misterios...

Las amigas son el referente más certero de nuestra vida. Son tus biógrafas más despiadadas, nunca te dejan pasar una mentira piadosa y las muy desgraciadas se acuerdan de aquel detalle embarazoso que deliberadamente habías borrado de tu memoria. Por eso, más vale asegurarse de que las depositarias de esta información no tiendan a la exageración y la fantasía... y que tengan el buen gusto de no hacerte quedar mal delante de aquellos con los que mejor te quieres mostrar!!!

Son el espejo más claro y más justo. Te miran con amor y compasión y por ello no te permiten que te castigues demasiado con tus defectos pero son las primeras en detectar las mentiras que intentas contarle al mundo y a ti misma... y en lanzártelas a la cara!! Así te sostienen en el camino, te mantienen equilibrada y honesta, te recuerdan los días felices y te hacen olvidar los más tristes. Son las que te dicen con cariño y sinceridad cuando estás guapa y callan en público cuando no te ves tan bien como ellas saben que puedes lucir.

Yo tengo amigas con las que no mantengo un contacto constante, pero una llamada basta para reconectar el afecto y reanudar una conversación suspendida en el tiempo. Con cada una comparto algo distinto, representan un momento de mi vida y me llenan el corazón de diversas formas. Junto a ustedes he encontrado la vitalidad, la alegría, la sabiduría, la ironía, la espiritualidad, la generosidad, la disciplina, la sinceridad, la creatividad y hasta la paz. Puras cualidades en femenino.

¿Tienes una amiga? Escríbele un mail o llámala, separen un largo tiempo a solas para tomar un café o un desayuno sazonado con una charla deliciosa. Y disfruten ese regalo, gocen como enanas, hagan travesuras, compartan algo que las unió desde el principio. Y si esa amiga soy yo, escríbeme ahora, cuéntame tu experiencia de amistad, háblame de lo que representan tus amigas en tu vida y dime con quiénes tienes esa conexión única y especial. Celebremos el regalo.

sábado, 24 de marzo de 2001

Pasión

Una palabra con muchos sentidos es, ciertamente, la palabra pasión. No solo porque sus significados pueden ser múltiples, de acuerdo a la aplicación, sino porque se relaciona, precisamente, con todos los sentidos.

Ayer conocí a una mujer apasionada. Una doctora en medicina especializada en homeopatía, cuyo camino la llevó hasta una visión profunda y apasionada de la nutrición. Ella habla de la comida como un poder, un resorte que mueve afectos y restaura la salud, que transmite sentimientos, recuerdos, pasado. (Eso es, en si mismo, tema para volúmenes enteros) Pero lo más impresionante de su discurso no es su contenido, sino la pasión con que lo comunica, el brillo en los ojos, la sonrisa amplia.

La pasión de vida, que muchos llaman vocación, es una fuerza telúrica que nos mueve, nos da sentido, nos entrega identidad. Es fuente de propósito, la energía que nos permite exigirnos un paso más, el empujón para dar un salto al vacío, emprender un cambio radical o sumergirnos en nuevos retos y conocimientos.

Conozco mucha gente apasionada y he visto varias veces el despertar de esas pasiones en muchos de ustedes. Espero presenciar y disfrutar esa experiencia con el resto de ustedes. Benditos sean los que encontraron esa línea desde muy jóvenes e hicieron que coincida con la profesión para la que se formaron y recorren hasta hoy en día. Entre ellos están mi mamá, maestra de nacimiento, mi maestro de periodismo, periodista hasta la médula, o un compañero de la universidad, para el que los sistemas informáticos son el motor que calma su hiperactividad incesante.

Pero la mayoría de nosotros, debido a las presiones del estrecho pasaje que hay entre el fin del colegio y el inicio de la universidad y la mentirosa y superficial “orientación vocacional”, nos metimos en cosas que no respondían al sentido que llevábamos dentro, pero que no nos atrevimos o no se nos ocurrió explorar. Pero la vida generosa nos presentó la oportunidad perfecta para rectificar que supimos aprovechar, sin miedo. Así, conozco un editor de revistas que encontró su pasión en la enseñanza de la lógica y la filosofía, una zootecnista que ahora estudia administración turística, una decoradora que se abre camino en el mundo del mercadeo y una experta en organización y métodos que descubrió el poder curativo de sus manos a través del reiki.

También hay los que dividen su alma y su vida entre varios amores. Ahí está el dentista con alma de artesano, la jefe de sistemas navieros con corazón de poeta, la animadora de televisión que pinta cuadros de ensueño, las dos reporteras reposteras y el economista con madera de líder político. Para ellos la línea de equilibrio se vuelve delgada y el malabarismo se puede volver incómodo, exigente. Quizá algún día decidan dar el salto o mantengan esas habilidades como hobbies, actividades marginales que les proporcionan gran satisfacción, alivio espiritual o ingresos adicionales.

¿Qué es la vida sin pasión? Es un recorrido aburrido, sin emociones, sin victorias. Es una sucesión de días, de horarios y cronogramas, de quincenas y fines de meses, de prostituirse por un empleo que no se ama. Es un anhelo insatisfecho, unos ojos apagados, un dolor indefinido, una tendencia a la amargura, a la soledad, a la queja de todo, al puritanismo, a la envidia, a la autodestrucción. Y lo peor de todo, es el desperdicio de las más exquisitas capacidades, es una vida con un destino truncado por el miedo. Un crimen contra el espíritu que todos deberíamos evitar que se cometa en otros y en nosotros mismos. ¿Cuál es tu pasión? ¿Qué has hecho para seguirla donde el corazón te lleve?

A propósito, le pido prestado a Susana Tamaro, el fragmento final de su novela “Donde el corazón te lleve” que lo resume todo de una manera bella y poderosa:

“Y cuando frente a ti se abran muchos caminos y no sepas cuál tomar, no elijas uno al azar, siéntate y espera. Respira con la profundidad confiada con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin dejarte distraer por nada, espera y vuelve a esperar. Quédate quieta, en silencio y escucha a tu corazón. Cuando te hable, levántate y marcha hacia donde él te lleve”.

jueves, 8 de marzo de 2001

Mujeres sin memoria

Hace algún tiempo que tengo un pequeño conflicto acerca de esta fecha, 8 de marzo, día internacional de la Mujer. ¿Por qué tiene que haber un día dedicado a las mujeres? El sabor que me da es el de un reconocimiento a una minoría (¿?), casi como el pretexto para un reclamo de igualdad que muchas veces no reconozco como mío.

Yo, al igual que la mayoría de ustedes, pertenezco a una generación de mujeres que nacimos y crecimos libres del impedimento mental de pertenecer a un género “inferior”. Mi experiencia de vida me ha llevado muy pocas veces a enfrentar algún tipo de discriminación debido a mi condición de mujer. A excepción de los pocos hombres que no consienten ver a una “frágil damisela” cargando cartones y computadoras de un lado para el otro, casi nunca he recibido por respuesta un “no, usted es mujer”. (Y curiosamente, en esas pocas ocasiones las palabras han venido de otra mujer). Mi caso es además peculiar: nacida y criada en una casa de mujeres --donde ellas traían el pan a la mesa e impartían la disciplina--, nunca aprendí la supuesta obediencia natural al hombre.

Sin embargo, caminamos por los senderos que otras regaron con lágrimas y sangre. Aquellas que se resistieron a la idea de ser apenas una propiedad del hombre, sin derecho a opinar, votar y tener propiedades. Aquellas que se rebelaron ante las barreras de las carreras, deportes y cargos “solo para hombres”. Esas que reivindicaron su derecho a acceder al conocimiento sin necesidad de ser cortesanas o monjas. Imaginen por un instante un mundo en el que la única forma de aprender a leer y escribir era abrazar una vocación religiosa de la que no estabas muy convencida. Un mundo en el que todas las actividades de tu vida las dicte únicamente el hombre, dueño absoluto del poder, del saber y del hacer.

Ese mundo de negación coexiste hoy en día con el nuestro de igualdad, allí están las mujeres de Afganistán. Esas que mueren por la prohibición de que un médico (hombre) las toque, esas que se suicidan cuando enviudan porque ni siquiera se les permite trabajar para su propio sustento, esas que viven encarceladas bajo un manto negro que esconde esa escoria que es su cuerpo. Pero sobreviven.

Esas mujeres están allí para recordarnos que el camino aún no está terminado y que ellas son apenas un caso extremo de una sociedad fanática. Y lejano. Más cerca están las mujeres pobres, las que pertenecen a las minorías étnicas del mundo (las más pobres entre los pobres), para las que la vida es una sucesión de puertas cerradas, un peligro constante. Son las que maldicen el hecho de haber nacido mujeres, las que soportan en su propia carne todas las vergüenzas y todo el desprecio de los que deberían ser sus compañeros y no sus verdugos. Este día es para ellas, no para nosotras. O más bien, para que nosotras no nos olvidemos de ellas y de todas las que vinieron detrás. Así este día se convierte en un día para la memoria, una memoria dolorosa, un recordatorio de que los privilegios que nos parecen tan normales, alguien más los ganó para nosotras y nuestras hijas.

Cueritos al sol

Frente al cuento de la igualdad, aparece ahora un nuevo juego de contradicciones. Una discoteca quiteña ha organizado un agasajo “para las mujeres en su día”: un espectáculo de stip-tease masculino, un show que se repite todos los miércoles en un bar de moda y que se publicita con toda naturalidad en la radio con una música sugestiva y bajo el eslogan de “solo para tus ojos”.

Es curioso. ¿Por qué no hay tal promoción de los espectáculos similares dirigidos al público masculino? Esos shows, en cambio, se consideran inmorales, indignos, sucios. ¿Dónde está la diferencia? Acaso estamos frente a una manifestación extraña de la famosa doble moral o será parte de aquella visión inocentona de los mecanismos sexuales de las mujeres que dicta que nosotras no concretamos un encuentro o consentimos una excitación ante la exhibición de los atributos de estos muchachos musculosos, insinuantes y dispuestos. La contraparte para los machos de la especie señala, en cambio, que los hombres estarían más inclinados, casi obligados, a consumar sus deseos (Claro está, siempre que cuenten con el dinero para pagarlos).

Así, la asistencia de un grupo de chicas a una de estas presentaciones es algo que se planifica abiertamente y se comenta en la oficina, la universidad o la casa, mientras que la misma actividad para los caballeros representa una “escapada” que se disfraza con excusas trilladas o se reserva para las infames despedidas de soltero.

¿Qué es lo que no encaja en este cuadro? ¿Qué es lo que me estorba de estas actividades? La pura verdad es que no lo sé. Aclaro que aún no he asistido a uno de estos shows (y nótese que pongo aún), y no sé si me diviertan o aburran. Creo que más que los bíceps inflados y los hilos dentales lo que más me fascinaría experimentar es ese ambiente de grupo de mujeres traviesas, cómplices de lo prohibido.

¿Será esta una expresión un poco desviada de la liberación femenina? Para las feministas que se quejan de todo lo que huela a concurso de belleza o a “explotación de la figura femenina” (e.g.: los bamboleantes traseros televisivos) quizá sea una especie de justicia poética: la carne en el asador ahora es la de ellos. Y nosotras estamos allí para disfrutarla y reclamar nuestra porción de morbosidad del monopolio de los hombres.

Creo que no me interesa esa cuota de igualdad. Al fin y al cabo no me va la igualdad extrema. Soy mujer y quiero que me traten y me vean como una, siempre y cuando me reconozcan y respeten mi condición de ser humano.

miércoles, 21 de febrero de 2001

Otilia y Daniel

Otilia no mide más de un metro de estatura. Los años y el sol han dejado surcos en su piel morena. El cabello le nace blanco en la frente y al final de la rosca que siempre se agarra en la parte de atrás de su cabecita se torna amarillo. Hoy la fuimos a visitar y la encontramos asomada en su ventana, conversando con una vecina. La visión del carro de mi mamá le pinta una sonrisa amplia, se apea de su balconcito y se dirige hacia la puerta de madera revestida con zinc, con una cerradura antigua y frágil. Nada tienen que atesorar, por eso no se esfuerzan en proteger la entrada a su humilde casa.

Desde la otra ventana también nos ha visto Daniel, un metro setenta, delgado, también moreno, de ojos caídos. Lleva una camiseta negra, un poco raída, y su pantalón café, limpio y bien planchado, no logra ocultar las puntadas del zurcido. Llegan juntos a la puerta para recibirnos. El encuentro se produce entre abrazos. Ella está radiante, con una falda blanca con pliegues y encaje, una blusa de tela floreada, aretes largos con bolitas de colores.

Los conocemos de toda la vida. Ella me cuenta una vez más cuando “don César me traía a Teresita que apenas daba pasitos”. Mis abuelos vivían a media cuadra de su casa y compartieron las dificultades de emprender la vida en medio del suburbio, cuando por allí aún pasaban esteros, las calles eran de tierra y cada familia se esforzaba por construir su hogar en esos sitios. Muchas veces me quedé a su cuidado, fascinada de poder acompañar a don Daniel en su pequeña tiendita, colocada frente a la ventana y separada de su cuarto con un tabique de madera. Allí tenía de todo: jabones, papel de regalo, colas, vinchas, esmaltes, canicas, bolitas de caucho (de esas para jugar macatetas), borradores... uf!! Todo un mundo mágico para mis siete años.

Vivieron muchas dificultades, sobre todo por la afición de él a la bebida. No tuvieron hijos pero se mantuvieron juntos y dieron la mano y el corazón a muchos de su familia, sobrinos, ahijados, vecinos que ahora les agradecen y ven por ellos en su vejez de pobres. Con los años él se alejó del alcohol, para alivio de ella, así que la vida en estos años les transcurre con calma, confiados en Dios y en la bondad de los que los quieren.

Pero había una sola cosa que manchaba de tristeza los ojitos dulces de la señora Otilia: nunca se casaron por la iglesia. El no había querido realizar esa ceremonia y así pasaron 61 años de unión libre sin lograr convencerlo. Ella siempre iba a misa como una invitada a fiesta ajena, sin poder participar de la comunión, su mayor anhelo.

Un ángel le cumplió su mayor deseo este pasado enero. Un sobrino de don Daniel, que vive en los Estados Unidos, vino decidido a casar a sus tíos. Para sorpresa de todos, él aceptó. A la ceremonia asistieron los amigos y familiares más cercanos. La novia vistió un vestido verde claro, con un ramito de rosas rojas. El novio estaba muy elegante con un pantalón negro nuevo y una camisa blanca de mangas largas. La fiesta fue íntima, sencilla y alegre. Los invitados hicieron bulla de la iglesia a la casa, los novios bailaron un vals y la feliz novia, con toda la fuerza de sus noventa años, lanzó su ramo a las solteras.

Hoy ella me enseño un papel con un escrito de su puño y letra, que sacó de su libro de oraciones. “Yo, María Otilia Silva, en el año 84 me entregué a Dios y me dediqué a vivir de acuerdo a su ley pero lloro en silencio no cumplir con su sacramento”, está escrito con pluma negra en la parte superior del retazo de una hoja de cuaderno. Más abajo, con tinta azul, ella ha escrito: “el 6 de enero del 2001 se cumplió mi deseo, qué lindo día de Reyes”. Con la cara más sencillamente alegre del mundo me dice que este pequeño milagro le ha devuelto la salud y la energía. Entonces baja la voz para contarnos que él está más calmado, “ya no se pone bravo ni me reta como a hija”.

Si pasan alguna vez por Carchi y 4 de Noviembre, en la segunda casa de la vereda derecha verán asomar una cabecita blanca en una ventana y unos ojos tristones por otra: son Otilia y Daniel, los novios más importantes de este año. Si se animan, bajénse a felicitarlos por su matrimonio. Solo les dicen que van de mi parte.

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Voy manejando de vuelta a la casa. Las gafas de sol ocultan las lágrimas que se agolparon en mis pupilas mientras leía esa nota hermosa, nacida del corazón puro de una mujer sencilla. Yo llevo un año y medio de unión civil, ¿qué es lo que nos hace falta para la tan anunciada boda eclesiástica? No es dinero ni tiempo porque esos son detalles menores: apenas es voluntad.

Hace un año alguien me cuestionó que por qué debo cumplir con el rito de una religión que hace tiempo no practico. No sé. Pero les confieso que hay algo que me estremece cada vez que entro en una iglesia. Extraño lo que sentía durante mi etapa de catolicismo bien vivido. Creo en Dios y esta es la forma en la que me enseñaron a cumplir sus enseñanzas. Tal vez sea hora de volver a casa.

jueves, 8 de febrero de 2001

Tristeza

Esta semana tenía muchas cosas en mente para escribir, cosas alegres, burlonas, como para contrastar con el tono un poco agridulce de la semana pasada. Pero la vida nos marca otros caminos, así, sorpresiva y dolorosamente.

Ayer, 7 de febrero de 2001, cerró sus ojos por última vez mi tío favorito, Emilio Bravo. Era el hermano menor de mi abuelo y el más cercano a mi casa y mi corazón. El reloj de su corazón se detuvo por la tarde, dejando a todos los que lo conocimos y amamos con la boca abierta y el alma adolorida.

Desde muy joven, para huir de una novia que lo quería “capturar”, se fue a vivir a Colombia, precisamente a Cali, donde se dejó atrapar por una caleña hermosa. Trabajó casi toda su vida como fotógrafo de prensa, en especial, de crónica roja. Apenas hace dos años pude comprender su oficio, su vida y sus silencios. Mis compañeros del periódico me enseñaron a conocerlo, me permitieron verlo reflejado en ellos, con su maleta siempre muy pesada al hombro, callados, observadores. Cuando se lo comenté me contó, por primera vez, algunos de los horrores que había visto, enfrentando la cara de la muerte y de la maldad humana muchas veces, quizá demasiadas.

Pero era un hombre dulce, de afectos calmados, con la palabra precisa para el momento justo, la sonrisa siempre amplia, y el estilo de caminar que lo ligaba con todos sus hermanos... ese paso con las puntas de los pies hacia fuera, la cadera relajada y el cuerpo un poquito hacia atrás, el caminado de los Bravitos. Le gustaban las plantas y los animales que tenía en su finca, un pedazo de tierra bien cuidado en las afueras de Cali, justo donde los guerrilleros capturaron a un grupo de gente en los restaurantes campestres hace pocos meses.

Desde que tengo memoria lo vi al volante de un Renault viejito, su “pichirilo”. Aunque tenía el dinero suficiente para cambiarlo, se negaba a hacerlo. Era su seguro de protección, parte de su estilo, que se alejaba de la ostentación y el lujo innecesario. Pero eso sí, siempre olía muy rico. Le gustaban los perfumes finos y los usaba por un buen tiempo. Hay un perfume de los de Elizabeth Taylor, que viene en un envase morado, que siempre me traerá su aroma, y el recuerdo de sus estadías en casa de mi mami, cuando ella le cedía su cuarto a su tío querido, su amigo.

Acostumbrado a capturar los instantes de los demás, rara vez salía en las fotos. Frente a mi, tengo ahora una foto de un día feliz: mi graduación de la Espol. Estamos mi abuela, mi mami, él y yo, sonrientes a más no poder. Ese día sentí su orgulloso y su cariño por mi. No pudo estar en mi boda civil, porque había estado aquí apenas un mes antes. “No hay plata para dos viajes tan seguidos”, me dijo, pero me prometió que estaría en la ceremonia eclesiástica. Yo aspiraba a caminar de su brazo por el corredor de la iglesia... como lo hizo un día con Liliana, mi prima querida, el único día en que lo vi salirse del rol de fotógrafo y ponerse en el de padre de la novia más linda del mundo.

El dolor no fue ajeno a su vida. Hace trece años un bus le arrebató de golpe a su precioso hijo menor, Mauricio, de 19 años, y hace unos pocos se divorció del amor de su vida: la tía Ana. Siempre mantuve la esperanza de que la vejez los encontrara de nuevo juntos, apoyándose en el camino hacia el ocaso. Pero el sol se puso primero para él.

Cali jamás será la misma sin él. De su mano conocí Roldanillo y me encontré de frente con la maravillosa obra del maestro Omar Rayo. Las visitas a la casa de María quedarán para siempre en las fotos, sus fotos, unas en blanco y negro, cuando yo era una pulga con colitas, luego con diez, quince años... El siempre tenía un rincón nuevo que mostrar de esa ciudad, que había hecho suya. Era su hogar lejos de su amado Santiago, el pueblito de Bolívar donde nacieron todos, y que yo quería recorrer con él, para que me cuente de nuevo las historias de su mamá Fillico, de mi papi César, de su pobreza, sus trabajos, sus aventuras...

No hay muerte mientras vive la memoria y la fe me dice que su espíritu vivirá para siempre, presente en todas las personas y ambientes que su vida tocó, en tantos a los que ayudó en silencio y en cada uno de los que disfrutamos de su ingenio y su sabiduría y que nos vimos reflejados en esos ojos profundos, rodeados de un mar de cejas oscuras.

Ahora hay un nuevo angelito que conoce mi nombre. Su vida seguirá corriendo por las venas de sus tres hijos y cinco nietos. Descanse en paz, don Emilio.

miércoles, 31 de enero de 2001

Día de sol

Es un día soleado en Quito, de esos que hicieron famoso al cielo quiteño. Azul despejado, salpicado de hilachas de nubes; una luz brillante y clara, que no se detiene ante la horrible mancha de smog que nos cubre, sino que la atraviesa y la aniquila; un calor que permite olvidar que vivimos acunados entre montañas y que fomenta que los hombros y las rodillas, siempre escondidos bajo sacos y pantalones, salgan a relucir, a buscar color. Es, en resumidas cuentas, un día para la alegría, para el optimismo, para la ilusión.

Pero también es un día para la angustia y el miedo. Cientos de personas se albergan hoy en una universidad, agrupados como una amenaza latente. Sin nada que perder ni que ganar, han venido para imprimir en las calles de esta ciudad, para ellos siempre distante y egoísta, el eco de su soledad, su abandono, su resentimiento, su necesidad de reconocimiento y su percepción del poder. Ese poder que ellos ven cada día desperdiciarse en la fuerza de sus brazos, en la resistencia física y moral de su raza. Para ellos, el sol de hoy brilla distinto que para mi. Es el dios sol que ilumina su camino, es un augurio, una señal oculta que solo ellos interpretan y aceptan.

Ayer me los topé de frente cuando regresaba a pie a mi casa. Era un grupo pequeño, una centena, con un alcalde a la cabeza. En un instante reviví las emociones y los temores de los muchos recorridos en que los acompañé, en mi rol de periodista, bajo el rótulo (seudo) protector de “la prensa”. Tras vencer el instinto (suicida) de seguirlos para reportar su avance, recordé sus cuchicheos en quichua, sus consignas en castellano; las actitudes de asombro y diversión de algunos, --normalmente los más jóvenes--, las de resentimiento profundo de otros, --casi siempre, los mayores.

¿Qué será del hombre que me amenazó con una inmensa piedra (demasiado cerca de mi cara) el 20 de enero frente a la escalinata que lleva al Congreso? ¿Habrá vuelto a emprender el largo camino hasta Quito con este levantamiento? ¿Se sentirá poderoso y orgulloso de ser parte de una organización que ellos perciben como fuerte, capaz de paralizar a un país, de poner de rodillas a una nación? ¿Qué siento yo al ser parte de ese mismo, y tan distinto, país, al ser una integrante más de la masa informe de los blanco/mestizos? (Y de algunos otros rótulos que se inventan los académicos para separar a la gente).

Entonces, ¿es un día para el miedo o para la esperanza? Yo decidí esta mañana que era una jornada para la alegría, esa que no consiste en la carcajada boba sino en la sonrisa consciente. Por eso puse un disco de Luis Eduardo Aute que me presta estas palabras de aliento:

“Si aún no soporta el vampiro no verse en su identidad/ si todavía hay quien tenga el horror de ser cómplice del crimen de la verdad/ si aún no han aislado el genoma del clon de la Trinidad/ si todavía es un vals lo que bailan, ingrávidas, las fuerzas de gravedad... / ay, amor, es porque existes, es porque existes, aleluya, aleluya”.

Hay miles de razones para el espanto pero miles más para el encanto. Ese es el credo en el que decido creer en este día. ¿Qué crees tú?