Camino de cumplir un sueño, todo se me antoja tan “no”, tan “quizá”, tan “no más”. Las nubes blancas que velan la superficie no son esponjitas algodonadas, son mortajas, espuma, mancha. Las lágrimas llegan sin ser convocadas. Viajo de regreso al lugar donde fui feliz, donde empecé la vida adulta. “En Comala comprendí /que al lugar donde has sido feliz, /no debieras tratar de volver…”, y sin embargo, vuelvo.
Vuelvo a explorar esos recuerdos con estos ojos tan distintos, porque han llorado muchas ausencias, grandes despedidas. Perdemos algo todos los días: un cabello, un arete, un afecto, un respeto. Perdemos a veces incluso donde sabemos que no se podía ganar. Estoy sola con mi música y por primera vez en mucho tiempo, la compañía es además pulpa de papel y tinta de bolígrafo.
“La tristeza también se va, se va…”, y aún no se fue. Nací con ella, vivo en ella. La servilleta del vaso de cola sirve para los labios y las lágrimas. El infinito horizonte llega hasta las ventanas de mis afectos vivos, dispersos por el mundo. Mis queridos muertos llegan hasta mí en los rayos del sol. “Asómate a la ventana a ver el día de sol que te han dedicado”, me dijo Eduardo un día, nunca más extrañado que en este fin de semana cobijado por la maldición del diablillo Sabina.
Me han sentado en el lado equivocado del avión, el que no tiene volcanes: gran padre Chimborazo, mama Tungurahua, Cotopaxi bendito y perfecto. Cierro los ojos y recuerdo el llanto sentido de mi rubia princesa: “No quiero que te vayas, mami”. “Las hijas nunca queremos que las mamás se vayan”, le dije en el abrazo, “pero las mamás a veces se tienen que ir”. Mi corazón está siempre con ella; algo mío, aún indescifrable, tiene ese pedazo de mujer, ese embrión de bruja. Amor, estoy que destilo amor por todos los costados. Amor que duele y amor que sana; amor que rompe y amor que construye. Amor, sólo amor.
Se avista la ciudad amada. Termino y me lanzo a su asfalto, su altura y su frío. Mis ojos empiezan a hacerse más grandes y verdes. He llegado a la (otra) patria.
Vuelvo a explorar esos recuerdos con estos ojos tan distintos, porque han llorado muchas ausencias, grandes despedidas. Perdemos algo todos los días: un cabello, un arete, un afecto, un respeto. Perdemos a veces incluso donde sabemos que no se podía ganar. Estoy sola con mi música y por primera vez en mucho tiempo, la compañía es además pulpa de papel y tinta de bolígrafo.
“La tristeza también se va, se va…”, y aún no se fue. Nací con ella, vivo en ella. La servilleta del vaso de cola sirve para los labios y las lágrimas. El infinito horizonte llega hasta las ventanas de mis afectos vivos, dispersos por el mundo. Mis queridos muertos llegan hasta mí en los rayos del sol. “Asómate a la ventana a ver el día de sol que te han dedicado”, me dijo Eduardo un día, nunca más extrañado que en este fin de semana cobijado por la maldición del diablillo Sabina.
Me han sentado en el lado equivocado del avión, el que no tiene volcanes: gran padre Chimborazo, mama Tungurahua, Cotopaxi bendito y perfecto. Cierro los ojos y recuerdo el llanto sentido de mi rubia princesa: “No quiero que te vayas, mami”. “Las hijas nunca queremos que las mamás se vayan”, le dije en el abrazo, “pero las mamás a veces se tienen que ir”. Mi corazón está siempre con ella; algo mío, aún indescifrable, tiene ese pedazo de mujer, ese embrión de bruja. Amor, estoy que destilo amor por todos los costados. Amor que duele y amor que sana; amor que rompe y amor que construye. Amor, sólo amor.
Se avista la ciudad amada. Termino y me lanzo a su asfalto, su altura y su frío. Mis ojos empiezan a hacerse más grandes y verdes. He llegado a la (otra) patria.
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