Vivo en mi burbuja azul y desde allí opero hacia fuera, casi con total normalidad. Despierto, sonrío, abrazo, beso, visto, alisto, parto. Manejo, despido, llego, saludo, me siento, prendo, escribo, miro. Me levanto, despido, salgo, manejo, sigo, respiro, transpiro, escucho, sonrío, canto.
Acaso se me note un poco más irritable, mucho más callada. No tengo de qué hablar, porque me siento vacía, y en esa paradoja de la tristeza, tengo tanto diálogo interno que no sabría por donde empezar ni a dónde apuntar el dedo para señalar causas, orígenes, momentos, soluciones.
Una niña maravillosa viene en este instante a decirme que soy “su mamá preciosita” y a darme una cadena de besitos en el antebrazo izquierdo y mientras lo hace, sigo escribiendo. Escribo, al menos eso hago, el mes de diciembre fue de silencio no porque estuviera demasiado ocupada, que por primera vez no lo estuve, sino porque me sentía muda, dispersa, desenfocada.
Me llegó esta mañana una carta dulce muy dulce, que me atravesó el alma y me puso a revisar los últimos seis años de mi vida y ver los niveles en que le he fallado al queridísimo emisor de esa carta y lo que me duele su desilusión. Y la distancia que hay desde esta silla a la cama donde reposa de un encuentro más con la cirugía moderna.
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