viernes, 26 de enero de 2007

Simultánea

Creo que el tiempo no existe. Creo que todo ocurre simultáneamente en un eterno presente. Dicen que esa es la perspectiva del Dios, no es que todo esté escrito, es que todo está sucediendo en el mismo instante y que el futuro se modifica en concordancia con la regla del libre albedrío; de todos los finales posibles con cada decisión escogemos una versión de la película, hacemos una edición de escenas, borramos ciertos finales.

Bajo esa premisa se me ocurre que se puede viajar en el tiempo a través de este vehículo llamado memoria, o del otro llamado sueños. Que cuando se camina por un sitio ya recorrido acaso pasamos junto a nuestro propio fantasma que camina pensando en su presente actual, mientras nosotros lo miramos conmovidos o divertidos, según sea el caso, ante su ignorancia de nuestro futuro.

Hace tres años, un par de día atrás, por la calle Colón caminó una versión de mi que sabía que iba a comprar las últimas medicinas para su madre. Mientras camina hacia la farmacia, Palas va llorando ante la realización de que ahora si, el final había llegado. Era cuestión de días, era cuestión de la aritmética simple de la vida. Sin posibilidad de recibir alimento y con los valores sanguíneos ya en niveles tan bajos, presenciaba la extinción de la luz de una vela a la que la mecha y la cera se le han agotado. Basta una ráfaga de viento para que la luz se retire. Esa ráfaga llegó faltando pocos minutos para la medianoche de un veintisiete de enero.

Sintonizada en esa recreación de los hechos que representan los aniversarios, la noticia de la semana, la muerte de Guadalupe Larriva, me conmueve por muchos motivos, por todas las capas de significados que solemos llevar encima las personas. Era una mujer civil estrenando un cargo reservado para hombres militares. Era una madre que murió junto a la hija menor a la que llevó a ese viaje porque no la había visto mucho en los últimos días. Era una mujer que tras muchos años de viudez iba a contraer matrimonio en pocos días. Era una activista política que tenía la oportunidad de ejercer el poder por el que había reclamado y trabajado toda su vida. Era la maestra, la compañera, la vecina, la amiga, la hija, allí donde era “la Lupita”.

Mientras las mayorías lamentan lo que no se pudo hacer, yo considero que lo que cuenta es lo que se hizo, lo que se logró, el momento y el estado de conciencia que se tiene al momento de cruzar ese umbral. Y cuenta mucho más lo que se deja, las palabras de los que nos quisieron, como recomendaciones para la eternidad, como señales de la inmortalidad. No muere aquel al que alguien recuerda, al que alguien nombra, suspira, cita, narra. Teresa, mi madre, no ha muerto, Guadalupe no murió. Mueren los olvidables, aquellos de los que nadie, o pocos, tienen algo bueno que decir.

Con la máquina del tiempo vuelvo una y otra vez a los momentos más queridos, a las conversaciones clave, a su sonrisa al volante de su auto café, a sus cosquillas, sus postres, a su silueta sentada en el comedor calificando montones de exámenes mientras escucha el televisor, al ruido de sus chancletas por esta casa cuando se estrenó de abuela “clic clic”, a su voz portentosa capaz de llenar y silenciar aulas inmensas, a sus/nuestras manos, a su colección de conocimientos y su facilidad para comunicarlos, enseñarlos.

Si usted cree que soy encantadora, lamento que no haya conocido a mi madre. Es un encanto, un desesperante encanto, un valiente encanto; como es encantadora la gente que sabe por qué y para quién vive, la gente que no se hunde bajo sus dolores y que no se esconde tras miles de excusas. Cuando sea grande aspiro a ser como ella.

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